La última petición de la Film Symphony Orchestra

La música de cine tiene una curiosa maldición. O bendición, según se mire. Estoy convencido de que el 90% de la gente que escucha la banda sonora de ‘Los siete magníficos’ conoce la melodía a la perfección. De hecho, más de una vez se habrán sorprendido tarareándola. Sin embargo, me juego el pescuezo a que un gran porcentaje no sabría decir a qué película corresponde la música. Su poder de evocación, a veces, perdura más que la propia película. ¿Quién no disfrutaría de Elmer Bernstein, John Williams, Hans Zimmer, Jame Horner… aunque no supiera el título del film ni, por supuesto, el nombre del compositor?

Esa maldición, como les digo, también es su gran poder. La música de cine la disfrutan tanto los amantes más incondicionales del séptimo arte como aquellos que no soportaron, por ejemplo, ‘Encuentros en la tercera fase’.

El Palacio de Congresos de Málaga acogió, el sábado pasado, a la fabulosa ‘Film Symphony Orchestra’ (FSO), un ambicioso proyecto musical dirigido, con pasión, por la batuta del valenciano Constantino Martínez-Orts. Tres horas fantásticas que disfrutamos cual gremlins en parque acuático. Del magnífico repertorio (de ‘Lo que el viento se llevó’ hasta ‘Star Wars’ o ‘Harry Potter’, pasando por ‘Regreso al futuro’ y ‘Superman’, entre otros) debo destacar tres que me pusieron el vello de punta: ‘Origen’, ‘Braveheart’ y ‘Forrest Gump’. Mi más sincera enhorabuena a la FSO, es un proyecto fascinante.

Pero si a alguien se le puso el vello de punta más que a nadie, esa fue Isabel. ¿Saben ese momento en el que alguien se levanta entre el público y protagoniza una sorpresa inesperada? Ese fue Francisco. Todo sucedió casi al final, cuando el bueno de Constantino preguntó al público si alguien tenía alguna petición. Todos empezamos a gritar películas (yo pedí ‘Willow’…) pero el director, muy dispuesto, le dio la palabra a Francisco. Isabel no sabía que estaba allí, claro. ¿Por qué? Porque Francisco le iba a pedir matrimonio, en plan peliculero, con la FSO como gran cómplice.

Imagino que Francisco e Isabel son amantes, entre otras cosas, de las bandas sonoras. Cuántas cosas les evocará a partir de ahora la música;el cine. Qué importa el título:menuda película.

Por cierto, ¡lo grabé todo en vídeo!

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Por primera vez en años

En la cola del supermercado hay una señora que no da abasto. Con una mano atiende a la cajera, que espera sus euros, con la otra sostiene el móvil mientras habla con su hermana, que por lo visto seguirá de vacaciones en la playa hasta la semana que viene, aunque ella, la señora, realmente está discutiendo con golpes de mirada y latigazos de cuello con su hija, una pequeña de coletas adorables que corre en el pasillo que hay entre la puerta del supermercado y la espalda de la cajera al tiempo que canta uno de los temas principales de Frozen. Reconozco la canción no porque sea un fan de la película de Disney, que no, sino porque mi sobrina la canta con mucha gracia. Dice algo así como «por primeeeera vez, en aaaaños». Y es un problema. Escuchar la canción, digo, porque se pega como la maldita separación de plástico que colocan entre las lonchas de queso que impide que la saques con naturalidad y que te obliga a romper, indefectiblemente, la loncha en dos o tres partes.

Por fin, la señora cuelga el teléfono, entrega los euros, atrae a su hija con un último disparo visual que casi revienta el blanco de la cuenca de los ojos, y pone pies en polvorosa. «La siguiente, buenas tardes señora», repite mecánicamente la cajera. La nueva señora, sin embargo, al igual que el resto de la fila, está pendiente de la escena final: con una sonrisa inesperada, la madre le pregunta a su hija que por dónde iban y, juntas, cantan «por primeeeera veeez, en aaaaños». Y ríen mientras se abre la puerta automática.

‘Frozen’ no me gustó. Digo más: me molestó. Me pareció un paso atrás, una vuelta a estereotipos con una historia demasiado forzada y unos personajes sosos –con la honrosa excepción del muñeco de nieve, gloria para él–. Recuerdo pensar, además, que me sulfuraría que, habiendo tantas y tan buenas películas de animación en los últimos tiempos (por ejemplo, ‘Cómo entrenar a tu dragón’, que regresa este fin de semana a la cartelera), fuera esa la que terminara por asentarse entre los más pequeños, creando un mito que crecería con ellos y que, dentro de treinta años, provocaría una sonrisa cómplice entre los miembros de una generación que la venerarían como un clásico imprescindible. Como fue para nosotros, no sé, Aladín.

Y así será, me temo. ‘Frozen’ es uno de los fenómenos más fuertes de 2013/14. Los niños adoran la película. Así que yo, reconfortado, mientras aquella pareja de cantarinas salían del supermercado, pensé: sea. Luego tarareé. Por primeeeeera veeeeez…

 

La hermandad de las camisetas

Estaba paseando el otro día por el centro cuando un tipo se me quedó mirando. Tenía un rostro curioso, como cuando acabas de pillar una seña en el mus y te callas para echarle el órdago a grandes sin que te vea venir. Se acercó lentamente mientras que, demonios, se desabrochaba una camisa de manga corta. En su defensa diré que era de noche y que, si eres muy friolero, se aceptaba llevar una capa extra. Pero vamos, que en manga corta se iba de escándalo. En fin. Que se estaba abriendo la camisa, me estaba sonriendo con mirada cómplice y yo no sabía qué hacer.

Una pequeña corriente de aire empujó hacia atrás la camisa recién abierta, que ondeó como la capa de Batman para mostrar una extraordinaria camiseta de ‘Breaking Bad’. Entonces fui yo el que sonreí como si guardara cuatro cerdos en mi mano.

Efectivamente, ambos llevábamos una camiseta de la serie de televisión. En la mía, azul oscura, se dibujaba el rostro de Walter White; en la suya, completamente blanca, aparecía el logotipo de ‘Los Pollos Hermanos’. El diálogo de camisetas, que no duró más de cinco segundos, fue fascinante. ¿Por qué? Porque fui consciente del tremendo vínculo que nos une a los aficionados al cine, la televisión y demás frikadas varias. Somos una extraña hermandad anónima que se deja reconocer por pequeños detalles, como las camisetas.

Y es cierto. Para mí es inevitable no sonreír al tipo que viste con una camiseta de Darth Vader, o a la chica que luce a Los Vengadores, o al señor que camina con la velocidad de Flash, o al zagal que presume de Tortugas Ninja… En lo que dura un cruce de miradas, sabemos que podríamos sentarnos a tomar un café y a charlar durante horas del final de una temporada, del inminente estreno de una peli o del cómic que deseamos leer.

La hermandad de las camisetas extrañas. Una frikada, sin duda. Pero así somos.

El último rey del cine

Cuando uno va solo al cine tiende a fijarse en el resto de espectadores. Es como jugar una partida de ‘Quién es quién’ en la que el objetivo es averiguar su identidad secreta. Antes de que el proyector se encienda ya has inventado las vidas previas y probables que llevaron a sus protagonistas a sentarse en esas butacas. Profesores que se cansaron de corregir exámenes de ciencias, banqueros que no quieren firmar ni un papel más, padres que aún tienen restos de pintura entre las uñas, informáticos que pasaron la noche en vela jugando al ‘Diablo 3’… Y luego, cuando acaba la película, los olvidas sin más. Como lágrimas en la lluvia. No los vuelves a ver.

Pero hay uno que no. He coincidido con él en varias ocasiones, lo que me lleva a pensar que es un habitual de la sala. Y lo reconozco porque se queda hasta el final de los títulos de crédito. Se bebe hasta la última gota de la película. Y eso lo respeto, porque yo también lo hago. La primera vez le vi desde la puerta que da a la calle. Yo creía que era el último en salir -como es habitual-, pero, al echar la mirada hacia atrás, le descubrí allí, en la fila 10, postrado como Gendo Ikari: los codos hincados en los brazos de la butaca; los dedos cruzados bajo la nariz; la luz agónica de la pantalla reflejándose en sus gafas.

La segunda vez, sin embargo, le vi entrar. En vez de emplear mi tiempo en crear historias para el resto de personajes del ‘Quién es quién’, seguí sus pasos con la sagacidad del detective que no quiere ser cazado. Analicé su ropa, su silencio y su barba mal afeitada, pero no pude imaginar nada nuevo. Para mí era el tipo que se quedó hasta el final. Nada más. La película empezó, se desarrolló y acabó. Y entonces, como dos carismáticos vaqueros que esperan al reloj de la torre para desenfundar sus pistolas, aguantamos sentados hasta el final. Y vimos los títulos de crédito. Y los dobladores. Y la imagen de la distribuidora que cierra. Y la luz blanca sobre la pantalla. Y la música discotequera que ponen entre sesión y sesión. Y no se levantaba, el muy cabrón.

No se inmutó hasta que yo me marché. Le he vuelto a ver en una tercera ocasión. Esa vez no aguanté el duelo, me levanté cuando vi oportuno y, desde la puerta, le hice una pequeña reverencia. A él, el último rey del cine.

 

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El final de Juego de Tronos

Hay una conversación que me encanta. Suele empezar con que alguien dice que ya ha visto, por fin, el último capítulo de ‘Juego de Tronos’. Entonces, otro que no lo ha hecho, suplica silencio, que nadie diga nada, ojito con los spoilers y tal. Lo curioso es que siempre –siempre– aparece un tercero en discordia que aporta un pequeñísimo guiño a la conversación que enciende la chispa. Por ejemplo: «Me gustó mucho el último, muy épico».
-¡Que os he dicho que no digáis nada!
-¡No he dicho nada!
-¡Has dicho que te gustó!
-Ya, vaya, te he jodido la serie entera…
-¡Y has dicho que es épico!
-Macho, no exageres…
-¡Que no digáis nada, leche! Y nada es… ¡nada!
Al último «nada» le sigue un silencio abrumador que dura unos segundos. Lo que tarda en tomar aire el que inició la conversación y soltar la siguiente línea:
-Todavía te recuerdo lo de ‘Homeland’…
-Lo de ‘Homeland’ fue sin querer.
-Sí, pero bien que dijiste lo que te dio la gana y nadie te chilló.
-No es lo mismo.
-¿Ah no?, ¿por qué no, si se puede saber?
-Porque Brody… fue sin querer.
-Pues sin querer te voy a contar lo que pasa al final de ‘House of Cards’, mamón.
La ira se mastica, el aire pesa y las palabras toman consistencia. El ambiente idóneo para el clímax, mi momento favorito, la voz que resuena y cierra la discusión de un plumazo. Con autoridad y orgullo. El tercero en discordia:
-Como no os calléis ya os digo el final del quinto libro, pesado
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