El día del espectador

Joe Cocker dice que lo intente con la ayuda de sus amigos y él le hace caso. El tipo baila en la pista con la sobriedad del dandi y la elegancia del pingüino. Pero carece de todo atisbo de valor. Cruzar al otro lado de la discoteca es como cuando eras pequeño y sentías que el mundo te juzgaba si no mirabas a ambos lados antes de pisar la calzada. Dos chavales, de su misma edad, apoyan sus manos en la espalda y le dan un pequeño empujón. “Vamos, coño”, le dicen. “Ya es hora”, insisten. Y entonces suena Joe Cocker. Y lo intenta.

Avanza con temor, igual que Indiana Jones deletreando Jehová cuando encontró el Santo Grial. Las losetas, los altavoces, la barra, la cerveza que se derrama, la música que vibra, las zapatillas desordenadas, el luminoso del techo. Cualquier cosa es mejor que mirar directamente a sus ojos. Le gustan sus ojos, aunque no sabría decir un color. Puede que no tengan color. O que los tenga todos. Pero le gustan. Mucho. Y si mira teme que se convierta en estatua de sal, en un Ícaro ardiente, en un perdedor más derrotado por la sola idea de compartir una línea invisible que cruce de una mirada a otra, convirtiéndolo, por tanto, en el ser más envidiado del planeta. En el único ser vivo del planeta. En protagonista de la historia.

Y si había aprendido algo de la historia reciente -la última hora y media en la discoteca-, todos los que se proclamaban héroes y capitanes de su destino, volvían hundidos tras cruzar su mirada con ella. Pero allí estaba él, danzando los versos de Joe Cocker con un tercio de cerveza en la mano y una certeza en las rodillas: “me caigo”.

Al punto, Joe dejó que la parte instrumental sonara para que el chico pudiera mirar a la joven a los ojos y decirle algo al oído que nadie más pudo escuchar. Habló él, habló ella y el chico se dio la vuelta, sin mirar a ambos lados, directo a sus amigos. “¿Qué pasó?, ¿qué pasó?”, preguntaban. “Sí”, respondió el héroe. “El miércoles”, añadía, “el miércoles, a las diez”, repetía, “el miércoles, a las diez, el día del espectador”.

Una ovación silenciosa para Joe

Sentí que la sala miraba al tipo de la silla de ruedas con la compasión del soldado que esquivó la bomba. Fueron apenas dos minutos. Quizás menos. Pero el gesto es imborrable. Eran tres, los tres jóvenes, pero sólo dos, un chico y una chica, andaban. Entraron en la sala los últimos, cuando todos estábamos sentados y los tráilers estaban a punto de empezar. Como les digo, era imposible no fijarse en ellos.

El chico empujaba la silla entre bromas mientras los otros dos reían a carcajadas. El de la silla, al que, si les parece, llamaré Joe, como el protagonista de la película que íbamos a ver, miraba de soslayo la enorme pantalla crecer a su vera, como el niño que espera ansioso el paso de la cabalgata de Reyes. Los tres amigos llegaron hasta la esquina izquierda de la sala, donde acomodaron la silla y enfocaron los ojos de Joe hacia la tela. El cine es amplio, pero no puedo evitar hacerme la pregunta: “¿Verá la película bien desde allí?”

Supongo que esa ignorancia demostrada, esa ingenuidad condescendiente y estúpida de mis palabras justificó la enorme emoción que erizó cada poro de mi piel cuando vi cómo, con toda naturalidad -la naturalidad de una vida juntos, supongo-, el chico levantaba en sus brazos a Joe. Y Joe cruzaba sus brazos tras su cuello. Abrazados en un gesto rutinario para ellos y alucinante para nosotros.

El chico subió las escaleras sin dejar de reír, alargando el chiste que pronunciaba al entrar en la sala, como si tal cosa. Y mientras, yo les veía como auténticos héroes, buscando sus asientos en la fila nueve. ¿Saben esa sensación de que de repente todos los detalles del día parecen parte de un complejo guion que quiere contarte algo? ¿La sensación de que hay situaciones esperando a que te sientes en la butaca para que les prestes la atención que merecen? Así nos sentimos. Fíjense la tontería. Ése gesto lo harán a diario. Para nosotros, sin embargo, mereció una tremenda, contenida y silenciosa ovación.

El temor de Grey

Si tuviera que escribir un personaje sensato y visceral, sabio y tajante, lo llamaría El Señor Hidalgo. El Señor Hidalgo es el nombre ficticio de un tipo inspirado en hechos reales con el que relataría la incipiente e infinita poesía que esconde cualquiera de sus monólogos. Y la inteligente y arrolladora dialéctica que derrocha en sus charlas con terceros. No todo el mundo tiene la suerte de escuchar un diálogo, en directo, de El Señor Hidalgo, así que me permito traerles una de sus perlas a este nuestro rincón:

-’50 sombras de Grey’ es un libro para remilgadas con sueños eróticos que no son capaces de realizar -dice El Señor Hidalgo.

-¿Cómo? -responde alguien.

-Que es pornografía barata.

-¿Pero lo has leído?

-¡Pues claro que lo he leído! ¿Por qué te crees que sé de lo que hablo?

-Bueno, los tíos veis porno…

-Eso, eso. Nosotros vemos porno, no lo leemos. Pero por lo menos no decimos que los actores son nuestros nuevos ídolos y que nos sentimos identificados. Somos realistas, ¡carajo!

-Pues para que lo sepas, algo tendrá cuando van a hacer la película.

-Hombre, tú verás. No van a hacer la película. ¡Ríete de Crepúsculo! Esto va a hundir las cifras de Crepúsculo, porque, básicamente, es lo mismo que los vampiritos pero aquí se atreven a chuscar a todo trapo.

No sabemos si El Señor Hidalgo tendrá razón o no. Lo cierto es que, hasta la fecha, Universal Pictures sólo ha anunciado que hay película y que la guionista será Kelly Marcel, responsable del texto de ‘Terra Nova’ (fracaso estrepitoso de la serie sobre dinosaurios) y del futuro estreno de ‘Saving Mr. Banks’, que contará cómo Walt Disney se hizo con los derechos de ‘Mary Poppins’ (dirige John Lee Hancock -‘The blind side’- y protagonizan Tom Hanks, Colin Farrell, Emma Thompson y Paul Giamatti, entre otros)

¿Y quién podría protagonizar la trilogía post-crespuculiana, según define El Señor Hidalgo? Suenan tres nombres. Para la parte femenina, Mila Kunis. Para la masculina, hay dos: Ian Somerhalder y Ryan Gosling. No creo que se sumen ninguno.

Un posible cine

Hay un mendigo en la puerta de casa. Siempre que salgo a la calle está allí, vigilando su esquina y recogiendo las colillas y demás desechos que estropean su rincón. Al principio te mira, mantiene sus ojos fijos en ti y, al momento, baja la cabeza y te desea buenos días. Físicamente me recuerda al Igor de ‘El Jovencito Frankestein’, cruel comparación que dice poco de mí y mucho de la terrible vida que habrá llevado a este hombre a vivir en la calle.

Habla poco. Más allá del saludo, es difícil escucharle decir nada más. A veces le he visto charlar con el de la floristería y con otros transeúntes. Creo que por eso llamó poderosamente mi atención cuando, de improviso, dijo a una señora, parada junto a una marquesina de autobús, que si iba al cine. La mujer, de unos cuarenta, quizás cincuenta años, abrió los ojos y extendió las pestañas. ¿Cómo dice?, respondió con educación. ¿Va usted al cine?, repitió. Ella, confundida, añadió un simple «no». Pero, antes de que se fuera, supongo que por la misma curiosidad que me había obligado a fisgonear en u diálogo, la señora quiso saber por qué. El hombre realizó un rápido alzamiento de hombros, señaló a sus pies y dijo «por sus zapatos». Y se fue.

Por sus zapatos. Es cierto que la señora vestía unos zapatos muy bonitos. Rojos, de tacón. Parecían caros. Llevo dándole vueltas al asunto desde entonces y he decidido que la mente del hombre creyó que no había mejor razón para vestir tus mejores galas que ir a ver una película. Imaginé un posible pasado en blanco y negro en el que, antes de caer en alguna desgracia, en alguna enfermedad, en algún vicio destructivo, un Igor fuerte y erguido visitaba el cine de su barrio con delectación. Deslumbrando ante el mayor espectáculo del mundo.

Ahora, cada mañana, cuando cruzamos nuestras miradas, rebusco en sus ojos qué separó a este hombre de la gran pantalla. Y confabulo, en silencio, con lo maravilloso que sería agarrarle de la mano e invitarle una tarde al cine.

One Day, One Bus

Nos dio por viajar a Madrid en autobús. Un pronto de fin de semana, una excusa para cambiar de aires, ver amigos en la distancia y tomar unas cañas son la ‘ese’ bien marcada. El vehículo salió puntual, el conductor fue cuidadoso y la llegada, incluso, se adelantó a lo previsto. Fue, a todas luces, un buen viaje. Sin embargo, cómo iba uno a suponer que el gran problema del trayecto sería la película.

Sepan que uno de mis temores cada vez que viajo en bus es que me pongan Crepúsculo -cosa que sé pasa de vez en cuando-. Así que casi cualquier otra cosa que proponga la empresa me parecerá bien. O eso creía. La cinta en cuestión fue ‘One Day’, dirigida por Lone Scherfig (‘An Education’) y protagonizada por Anne Hathaway (‘El Caballero Oscuro’, ‘Princesa por sorpresa’) y Jim Sturgess (‘Camino a la libertad’). Por ahorrarnos cualquier descripción que se saliera de tiesto, me limitaré a describir la película en un lenguaje común y fácilmente comprensible: un pastelazo.

A saber. Chico y chica reniegan de su amor pero son incapaces de evitar un romance de amigos que, irremediablemente, termina en… ¡¡¡No sé en qué termina!!! En serio: no es la película que vería en mi casa, no me resultó especialmente entretenida y en más de una ocasión terminé gesticulando un vómito tras diálogos del tipo “yo te quiero pichurri porque el amor es rosa y sabe a flores silvestres”. Pero, aún así, me está matando: ¡¡No sé cómo termina!!

Verán, el autobús acostumbra a hacer una parada en mitad del trayecto para tomar un bocadillo, estirar las piernas y evacuar los bajos. La parada sucedió diez minutos antes de que la película terminara. “Luego seguimos con el tostón”, pensé. Pero cuál fue mi sorpresa cuando, al volver al bus, ¡pusieron un episodio de ‘Bones’!

¿Qué pasó con ‘One Day’? ¿Alguien me cuenta el desenlace? ¿Se quieren y forman familia? Lo confieso: ardo en deseos de ver el final de esta película con aires de ‘Agujetas de color de rosa’.

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