El señor Borrego

La lección más importante que aprendí en mi efímero paso por la Facultad de Bellas Artes sucedió el primer día de clase. Víctor Borrego, profesor de Escultura, nos pidió que escribiéramos en un papel el nombre de tres artistas que admirásemos. Sin más. Unos minutos después, recogió las hojas y se puso a leer en voz alta los resultados: Miguel Ángel, Rafael, Leonardo da Vinci -por si lo están pensando, sí, alguien hizo el chiste de las tortugas ninja-, Picasso, Monet, Rodin… En fin, una sarta de mentiras del copón. Pero allí que nos mirábamos unos a otros, con cara de ilustrados, asintiendo la elegancia y el buen gusto de los compañeros.

Les prometo que yo quería poner nombres como Nobuo Uematsu, el compositor de las bandas sonoras del Final Fantasy, Steven Spielberg, Hideo Kojima, Stan Lee, Michael Ende, Íñigo Montoya o, qué se yo, Jackie Chan. Nombres que de verdad, de una manera u otra, habían llenado un hueco de mi joven, inexperta y simple vida de videojuegos, cómics y películas. Pero no fui distinto al resto y, a la hora de escribir los nombres, mentí con algún apellido rimbombante que ni siquiera recuerdo.

Al terminar de leer la lista de artistas, el señor Borrego dijo, no lo olvidaré nunca, “qué decepción”. Y siguió: “Si vosotros vais a ser los artistas del futuro, del presente incluso, ¿cómo es que no tenéis nombres actuales, gente cuyo trabajo os motive ahora? ¿Seréis copias sin personalidad?” Y ahí llegó la lección: decir y hacer lo que crees que se espera que digas o hagas es una suprema estupidez; sé auténtico.

Al final de aquel curso el señor Borrego me dijo que había escrito un trabajo precioso sobre Kandinsky, sobre el uso de la música y su capacidad evocadora en la imagen. “Sigue escribiendo”, terminó, “no te irá mal si sigues así”. Unos meses después dejé la Facultad. Pero esa, amigos, ya es otra historia.

Ya saben

“Ya sabes lo que quiero decir”. El tipo, embuchado en una bufanda de colores tejida a mano, se pone los guantes con torpeza mientras balbucea la frase con distintas entonaciones. Evitando pronunciar, con una tímida sonrisilla, lo que ella ya sabe que quiere decir. Los dos, amantes o amigos, quién sabe, llevan veinte minutos despidiéndose en la puerta del cine, bajo carteleras y horarios, con la mirada de la taquillera fisgoneando cada empalagoso gesto.

Nada más salir de la sala reían sin parar. Hablaban de la película, de los artistas y de lo gracioso que les resultaba que la música fuera el motor del cine mudo. Imaginaron lo fantástica que sería la vida si tuviéramos una banda sonora constante que subrayara los gestos, que serían siempre exagerados. Y así, cada dos por tres, sin previo aviso, aparecería un cartel sobre nuestros ojos con las palabras exactas, las que no se pueden trasladar a ningún otro lenguaje.

“¿Qué quieres decir?” La chica coloca un gorro lanudo con puntitos rosas sobre su cabeza mientras selecciona los tirabuzones que dejará colgando como flequillo. Juega con su pelo y pregunta, una y otra vez, con una mirada sostenida por los pómulos, lo que él creía que ella ya sabía que quería decir.

La taquillera se queda embobada cuando ambos interrumpen el diálogo para, por fin, despedirse. Despedirse de verdad. “Bueno pues, nos vemos a la vuelta”, se acerca él. “Sí, claro, a la vuelta”, concede ella. Y se dan un beso en la mejilla. La otra, la taquillera, se desinfla como si fuera la única espectadora de una romántica película en directo. La pareja se aleja, con pasos medidos y prudentes. Cuando la distancia aún era ridícula, él se da la vuelta y le dice: “Eh, yo…yo…yo…”

El hilo musical le frena un instante eterno, suena ‘With or Without You’. Antes de que pueda terminar, ella se adelanta: “Yo también”. “¿Qué?”, pregunta el tipo, sostenido a su bufanda. “Que yo también te deseo una Feliz Navidad”. Sobre los ojos de la taquillera aparecieron unas letras blancas sobre un fondo negro. Decían lo mismo, pero con otras palabras.

Feliz Navidad.

A los pacientes

La sala de espera bullía con un silencio de miradas que buscaban una escapatoria a la angustiosa paciencia. Nadie conocía la historia de nadie, sólo la suya propia. Jóvenes que podrían ser hijos o hermanos. Adultos, maridos o padres. Mujeres, hijas o hermanas o esposas o madres. Pero todos iguales bajo los muros del hospital. Una señora, con aires de diva, lanza un comentario al aire, inesperado, como si estuviera en la cola del supermercado: “A ver si llaman ya, que esto no es vivir ni es ná. Total, que pase lo que tenga que pasar y que nos quiten lo bailao”. La ristra de frases preconcebidas anima a otra mujer, algo más joven, a seguir la conversación:

-Diga usted que sí. Lo mejor es que esto pase ya de una vez. ¿Sabe? Dicen que pasa la vida por delante, como si fuera una película.

-Pues si es así, espero que la mía la protagonicen actores guapos. Y que de mí haga una buena actriz, la de ‘Amar en tiempos revueltos’, por ejemplo -rompe a reír con unas carcajadas agudas y molestas-.

-No, señora, no. Que la protagonista de la película es usted. Por eso ve la película, porque es su vida y es como si la volviera a ver, para recordar tó lo bonico que haya pasado.

-¿Y lo feo?

-Pues no lo sé. Supongo que no, que para eso es su película… Aunque, si le digo la verdad, mientras que vemos o no la película, nos podían poner la tele, que está la tertulia de la Rosa empezá.

La pareja hace buenas migas y sigue con su cháchara feliz. Hablando de esto y aquello, volviendo, inevitablemente, cada cierto tiempo, a la idea de la película. Al ser las únicas voces de la sala, el resto de pacientes se siente partícipe del diálogo, como miembros del público que disfrutan del teatro. Por fin, una voz mecánica anuncia que ha llegado el turno de… -las miradas se pasean de una lado a otro de la sala, como si fueran miembros de la última cena, ¿seré yo, padre, seré yo?- Rosario.

Los ojos presentes giran hacia una señora mayor, de unos ochenta y tantos años, que inicia, con paso lento pero constante, su marcha de la sala. Un enfermero entra y la monta en una silla de ruedas, “señora, no ande usted”, le dice. Y justo cuando estaban a punto de salir de la sala, justo cuando los espectadores volvían al bullicio inicial, la señora gira la cabeza y dice, mirando a las cotorras: “Es preciosa -Rosario se toma su tiempo-. La película, digo. Yo ya voy por la tercera”.

Los niños que se ponen malos

Los niños son así, geniales en su esencia. Por eso me fastidia sobre manera cuando no se les escucha. O algún adulto inepto sentencia con un “qué cosas tienes” o “estos niños”. Dicen verdades que nos superan, que no podemos explicar y, por eso, nos vamos por peteneras. Para no afrontar la única y auténtica verdad: con los años nos volvemos idiotas. El otro día, un amigo me contaba que su hijo se había puesto malo en la guardería. Al parecer, eso es algo normal en las clases de los pequeños -tienen que fortalecerse, los fenómenos-.

El caso es que de una tos a otra, de las manos de unos a las manos de otro, de un juego al siguiente, casi todos los zagales cayeron enfermos. Contagiados por un virus que les dejaba el estómago vacío y la frente ardiendo. Los pobres. Pero, claro, se fueron curando. Cuando por fin llegaron todos los niños al aula, sanos, uno de ellos le dijo a la seño que no quería venir más al cole de los pequeños, que no quería ponerse más veces malo y que si no la veía más, que le perdonase.

La seño, enternecida, le explicó que era normal ponerse malo. Que hay bichitos por el aire que están siempre a nuestro alrededor pero que, cada día nos ponemos más fuertes para que, cuando seamos mayores, no estemos malitos. La turba infante dio por válida la explicación de la maestra. Con excepción del que había iniciado la conversación. “¿Y no podríamos dejar de pegarnos los bichos?” La profesora, que vio una oportunidad de darles un mensaje que pudieran aprovechar, le respondió que la mejor manera para evitar que un bicho te ponga malo es comer todo lo que nos dicen papá y mamá: incluido la fruta, el pescado y la verdura.

“Ah -dijo el pequeño; y ahora viene lo bueno-. Y, si es tan fácil, ¿por qué no come todo el mundo bien y así matamos a los bichos?” La profesora, aturdida por la inmensa lógica del alumno, no supo qué contestar. ¿Quién sabría? Así que salió, cómo no, por peteneras: “Qué cosas tienes, es que las enfermedades se contagian de muchas maneras más”. El niño, impertérrito, terminó: “¿Y cómo se contagia la salud?”

Hoy se estrena ‘Contagio’, de Steven Sodenberg.

¿Y usted qué opina?

Como suele ser habitual, la cola para comprar entradas se bifurcó en dos. Una por cada taquillera disponible. Nosotros fuimos rápidos, pedimos asientos, sala y en un pispás teníamos fabricados los tickets. Sin embargo, en ese espacio de tiempo, una pareja, un chico y una chica, se rebanaban los sesos para decidir en qué gastaban sus ahorros. Después de cuchichear un poco, él decide cortar por lo sano y le lanza la pregunta a la taquillera, como si quisiera quitarse el marrón: “¿Oiga, ‘La deuda‘, qué tal es?”

La del cine, siempre sonriente, se ve de repente entre la espada y la pantalla. Con un entrañable “pueee-e-e-es…” alarga el tiempo de espera para crear la respuesta adecuada. Claro, pensé yo, es que menuda guarrada tener que responder a eso. Imagina que no te ha gustado o que no la has visto o que, peor, no tienes ni idea de qué va la película en cuestión, ¿qué respondes? En fin, cuando parecía que iba a dar su veredicto, el chaval la interrumpió después de un codazo de su novia: “Bueno, vale, y de ‘Lo contrario al amor’, qué dice la gente, ¿está gustando?”

Los sudores de la buena taquillera se multiplican. “Yo creo que sí, pero no sé, a ver, depende de…” Fue entonces cuando yo, que tengo un afán de protagonismo desmesurado, me intercalé en la conversación: La deuda, tío. “¿Sí?”, pregunta. Que sí, hombre. Está muy bien, entretenida y te mantiene en vilo todo el rato; además, la otra no tiene nada y es una… Justo cuando iba a utilizar alguna palabra tan rimbombante como cruel, la chica tomó la palabra, con un cabreo monumental: “Ya, eso lo dirás tú”.

Entonces, mientras el chico compraba las entradas para ‘La deuda’ y la chica me deseaba la peor de las muertes -“casi lo tenía”, parecía pensar-, descubrí el pastel. Menudo marrón para la taquillera y qué atrevida es la ignorancia. Ella, la del cine, sabía que pensara lo que pensara era mejor no meterse. Y puede que por eso, entonces, sonreía relajada. Pero bueno, así le quité el mal trago de encima. Con lo majas que son.

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