Dennis Hopper

Uno de los titulares que daba la prensa nacional fue “muere el último rebelde”. Y añadían: “Muere uno de los miembros de aquella generación que hizo del alcohol y las drogas su máxima expresión”. Dennis Hopper no fue un cualquiera. Y su fallecimiento es otra de esas metáforas que nadie escribió pero que, algún día, serán leídas en los libros de Historia.

Efectivamente, Hopper confesó que durante su juventud bebía tres litros de ron cada dos días y se metía, de sol a sol, una media de diez rayas de cocaína entre pecho y espalda. Esa época maldita coincide con la de sus mayores triunfos en la gran pantalla. Un éxito envenenado que no tardó en convertirse en el pago a satanás por un alma malvendida.

Tras su caída pública y su confesa vida pecaminosa, el bueno de Dennis intentó recuperar ese protagonismo cinematográfico que otrora fue motivo más que suficiente para morir de taquillazo. Sin embargo, tuvo que conformarse con una cartelera repleta de secundarios perversos que, en general, no dieron la talla. Se me vienen a la memoria dos papeles para olvidar: el líder de la banda de ‘fumadores’ de la penosa y derrochadora ‘Waterworld’ y Bowser, el archienemigo de Super Mario, una versión cutre de los lagartos de ‘V’ con un derroche de humor no pretendido.

Hablaba de metáfora porque Dennis Hopper encarna el espíritu del Hollywood que se esnifa la vida y sonríe a la cámara de fotos, a la mañana siguiente, con una mirada enturbiada por unas gafas de sol de marca. El recuerdo pondrá el sostenido en ‘Easy Rider’, su legado, para, a reglón seguido, enumerar películas de auténtica serie ‘b’ que quedarán en anécdota. La pregunta es: ¿Realmente murió con él la generación de los malditos? Que las jóvenes estrellas lean en los libros de Historia la vida de Dennis Hopper. Y que aprendan.

Ozores

Muchos jóvenes e ignorantes como yo despidieron ayer a Antonio Ozores sin tener muy claro quién fue. Para nosotros era uno de esos actores histriónicos que pululaban después del tiempo en las películas de la sobremesa. Para mi generación, tipos como Alfredo Landa, Pajares y Esteso o el propio Ozores, fueron nubes pasajeras. Y, como todo nubarrón, también nos mojó.

Pero la verdad es que nos falta esa cultura de identificar sus trabajos. Quiero decir, sé que Ozores hizo 160 películas, pero apenas puedo nombrar un puñado. Sin embargo, sí que tengo la sensación de que se va un grande. Su impronta original y verborréica hizo fácil identificarlo con sólo oír su voz. Esos sonidos guturales acompasados con bailes flemáticos y bolas en los carrillos. Qué tipo tan genial.

Ayer nos pusimos a recopilar vídeos suyos para colgarlos en ideal.es y fue como leer por primera vez tu novela favorita. Pese a que Antonio Ozores había muerto media hora antes, yo me partía de risa viéndole interpretando al Marques de Sade en el Un, dos, tres, charlando con sus soldados y en ese ingenioso monólogo de arranque de ‘No, hija, no’.

Mientras que el mundo lloraba la muerte de Ozores, ironías de la vida, yo lloraba de risa con Ozores. ¿No es esa la señal de que has cumplido tu parte del papel en la historia? ¿No hace eso que haya valido la pena? ¿Provocar risas el día de tu muerte, no te convierte eso en eterno? Antonio, en serio, eres un tío de ‘frutacojonudísisiestupenda’ madre. Descansa.

David Mills

David Mills y David Simon era dos colegas que trabajaban en un periódico de Nueva York. Ambos se movían como pez en el agua en los barrios más conflictivos de la ciudad. Eran un oído más en las comisarias de policía y en las rondas de sucesos. Animales de la calle -por aquí tenemos algunos ejemplares que pueden leer a diario: Rocío Mendoza, M. V. Cobo… – que fisgoneaban antes y llegaban pronto. Llegaron a conocer tan bien a los traficantes de droga y sus jergas y diretes, que un día, los David, decidieron escribir una historia para televisión. Desde la primera palabra, sus guiones se ganaron el respeto de cine y televisión porque rezumaban tanta autenticidad que no eran comparables con ningún otro diálogo antes visto en la pantalla.

Su gran éxito es, sin duda, la serie de la HBO ‘The Wire’. Un drama policial que analiza cómo el tráfico de drogas es un emporio que influye en todos los aspectos de la vida de una ciudad: política, negocios, salud, educación… Hay una escena en particular que, desde que se emitiera por primera vez en 2002, se ha estudiado en las clases de guión de todas las escuelas del mundo. Y, lo más fascinante, es que sólo se pronuncia una palabra que se repite incesantemente durante cuatro minutos: ‘Fuck’ (‘joder’). Este brillante diálogo entre dos detectives en la escena del crimen es tan sofisticado -cada ‘fuck’ está acompañado de una mirada, un guiño, un descubrimiento, una pista- que sólo un grande podría escribirlo sin parecer soez.

David Mills murió el jueves santo con 48 años por un aneurisma cerebral. Estaba supervisando un capítulo de la serie ‘Treme’, la nueva apuesta de la HBO.  Simon dice que Mills era una de esas personas con las que te gusta discutir porque, aunque esté mentando a todos tus familiares muertos, consigue despertar una pasión por el tema que hace que nunca le pierdas el respeto.

Los detectives y policías de cine y televisión le deben mucho a Mills. No era una persona mediática, desde luego. Pero como periodista, guionista y escritor era un fenómeno. Y, para alguien que componía música cuando escribía y dominaba tan bien el ritmo en el lenguaje sólo se me ocurre un panegírico que le haga justicia: Fuck.

Peter Graves y el pescado

No como pescado. Vaya, por norma general. Hay veces que no me puedo librar, claro -niños, no me hagáis caso, hay que comer de todo-. Y, obviando el atún en la pizza y cuatro chuminadas más, también le tengo miedo. Al pescado, digo. El trauma me llega de pequeño, sentado en el suelo del cuarto de estar, mientras veía ‘Aterriza como puedas’. La mitad de la tripulación que había cenado pescado había pillado un poderoso virus que Leslie Nielsen describía así: “Comer pescado es extremadamente grave. Empieza con algo de fiebre, sequedad en la garganta. Cuando el virus penetra en la sangre, la víctima se marea. Comienza a sentir picores y convulsiones. El veneno actúa en el sistema central nervioso y entonces causa espasmos pulmonares. Seguido de un asqueroso babeo. En ese momento se colapsa todo el sistema digestivo acompañado de algo de flatulencia y ventosidades incontrolables, hasta que al fin el pobre desgraciado queda reducido a un tembloroso pedazo de carne”. Mientras que el bueno de Leslie describía la situación, el piloto del vuelo, con la raspa aún en el plato, iba haciendo realidad tales síntomas. Aquel piloto era Peter Graves, un grande del cine y la televisión, que murió el pasado lunes. De viejo. De vivir. Nada de vicios, drogas o pecados capitales, que sepamos.

Pese a que el curriculum de Graves es enorme, he de admitir que, para mí, su obra cumbre es ‘Aterriza como puedas’ (título que abrió la veda de interpretaciones libres del inglés; la original era ‘Airplane!’). No me olvido de ‘Misión Imposible’, ‘Se ha escrito un crimen’ ni, incluso, su reciente participación en ‘House’. Pero es que la del avión es una película a reverenciar.

Su humor inteligente cumple una promesa que pocas pueden igualar: al menos, un gag por minuto. Y bueno. Se me viene a la memoria el principio de la cinta, el diálogo entre una anciana y el protagonista justo antes del despegue del avión; genial:

-¿Nervioso, hijo?

-Sí

-¿Es la primera vez?

-No, he estado nervioso otras veces.

Estimado señor Graves, esté donde esté, gracias. Cada vez que me pongan pescado para comer me acordaré, impepinablemente, de su vida.

Mueren los 80

Antes, cuando las películas se ordenaban en estanterías y no en carpetas, el videoclub -niños, esto era un lugar en el que, pagando, podías llevarte una cinta a casa… ¿Que qué es una cinta? Preguntadle a vuestros padres. Dios, me hago viejo- era el Santa Santorum de la calle. La sala del tesoro que ponía color a las mañanas de los sábados. El escrupuloso proceso de buscar una caja sin la etiqueta de ‘alquilada’, presentar el carnet de socio y marchar bajo la exigente advertencia de que si no la devuelves a tiempo, habrá multa, encarnaba un misterio que hoy es impensable.

Ahora, las estrellas que pululan por los tuentis de los niños y adolescentes son globalmente conocidas. En los 80 y principios de los 90 era una relación más íntima. Al menos en España. Los actores jóvenes de moda en Estados Unidos, aquí, se reverenciaban de una manera más lejana. Ningún programa de televisión o página web nos mantenía al tanto de sus movimientos, de manera que su carisma quedaba relegado a dos horas en el salón de casa.

Corey Haim salía en una de esas películas que siempre llamaban la atención en el videoclub: ‘Jóvenes Ocultos’. No, no es que considere a esa película un clásico de mi infancia. Ni tampoco a él, a Corey, como uno de los grandes iconos de los 80. De mis favoritos. Lo que no puedo evitar es pensar que los protagonistas de mis sábados se han hecho adultos. Viejos. Y que, incluso, pueden morir.

Ayer, cuando supe que Corey Haim había muerto por una sobredosis -sin medias tintas: putas drogas-, se me pasó una terrible idea por la cabeza. Reflexioné un buen rato y los pelos se me pusieron como escarpias. Algo parecido a lo que sentimos la noche que Michael Jackson murió. Se imaginan, no lo quiera nadie, que un día amanece y, demonios, ¿ha muerto Michael J. Fox?

Piensa, McFly, piensa.

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