La envidia de morir así

Había silencio. El silencio habitual, el que acompaña a cualquier mañana de teclados, ratones y recados rutinarios. Ruidos que no emocionan, no transforman, no saben a nada. Supongo que así es la vida de la mayoría, silenciosa pese al ruido. Es como aquel capítulo de Padre de Familia en el que Peter encuentra un genio en una lámpara y, como deseo, pide tener su propia banda sonora. Desde ese momento, todas sus acciones y diálogos vienen acompañados por la partitura idónea, como si estuviera en una película.

Si lo piensan, tiene poco de cómico. Quizás es un deseo estúpido pudiendo volar, viajar en el tiempo o publicar tu primera novela. Pero la música tiene el poder de enfermar los sentidos y mutarlos en emociones inexplicables. Describir con palabras la pureza, el valor, la eternidad, el romance o la muerte, supone un esfuerzo creciente. La música, joder, es un impacto. Nadie te explica nada, pero, en cuanto arranca, tu cuerpo vibra al son de una definición para la que, quizás, ni siquiera tengas palabra.

Hay vidas que sí poseen banda sonora. Y las envidio. Envidio el momento en el que el silencio que te acompaña se rompe para leer que el actor Eli Wallach ha muerto. Para leer que Tuco, el bandido de ‘El bueno, el feo y el malo’ ha muerto. Envidio el instante en el que la frase termina, el silencio se agota, y Ennio Morricone eriza el vello de todo ser vivo en el puñetero cosmos con ‘The Ecstasy of Gold’. Al momento, la escena irrumpe en la cabeza: Clint Eastwood dispara su cañón y Wallach cae del caballo para huir despavorido entre las lápidas de otros pistoleros que cayeron antes que él: Cine.

No sé qué entendí hoy. Sé que una leyenda se marcha, un intérprete carismático que pertenece ya a la historia. Que él, como todos, huyó de la muerte hasta el último suspiro, como en ‘El bueno, el feo y el malo’;pero al final terminaron conociéndose. Triste como todas las despedidas, triste como todas las tumbas. Sin embargo, suena Morricone.

Searching for Malik Bendjelloul

El quejío de Sixto Rodríguez, «Sugar man, wont you hurry cos Im tired of these scenes», adquiere significados que ni su autor ni la guitarras que lo acompañaron podían sospechar. Si pronuncias su nombre, Malik, Malik Bendjelloul, resonará menos que el del protagonista del maravilloso documental ‘Searching For Sugar Man’. Pero fue él, un joven periodista y cineasta de 36 años, el nombre que estaba detrás de la cámara, dirigiendo la sinfonía, contando una historia que estaba en la calle, desolada, esperando a quien supiera encontrar las palabras. Un nombre inesperado.

Malik ha muerto y su nombre se repite en páginas y titulares acompañado del musical título de su gran obra, ‘Searching for Sugar man’. Me pregunto si Malik, antes de ser consciente de que se terminaba su película –suponiendo que fuera consciente de algo– pensó en si alguien escribiría alguna vez la historia del hombre que buscó a Rodríguez. Imagino al cineasta concentrando un último y trágico aliento, cuestionando si su huella será tan grande como la de los personajes que él rescató. «¿Querría alguien hacer mi película? ¿Merecería el esfuerzo?»

Para mí es uno de los grandes temas. De todos los temas. La trascendencia: llegar al final con la certeza de que tu presencia ha contado de algo. Malik era un amante de la música (hizo decenas de documentales sobre bandas de todos los estilos) que consiguió transformar su pasión en su labor diaria. Todo un triunfo.

Hace un año cerré la crítica de ‘Searching for Sugar Man’ con este párrafo por el que debo pedir perdón: «Pocas películas han conseguido desmenuzar con tanta precisión la cima y la profundidad del éxito. El gran acierto de la película es centrar la reflexión en la fuerza de la vocación, siempre superior a la fama pasajera y ecuánime con el talento sincero. Aunque sea a costa de una vida –o de una muerte– que no se escriba con letras de oro y portadas en revistas. ‘Searching for Sugarman’ y Rodríguez dejan huella». Perdón, Malik, olvidé tu nombre. Y tu nombré quedará.

Espero que alguien cuente algún día tus hazañas.

Me encantaría ser yo.

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Bob Hoskins estuvo allí

Era pequeño, gordito y calvo, pero le envidiaba profundamente. Había otros héroes en la pantalla que llamaban mi atención por su forma física o su carácter puramente ochentero. Pero él tenía algo valiosísimo para un chaval de seis años: era el único que había entrado en Dibullywood a lomos de Benny el Taxi, en busca de la última pista que resolviera el misterio de ‘¿Quién engañó a Roger Rabbit?’ (Robert Zemeckis, 1988)

Sábados enteros regresando una y otra vez a la cinta Beta, decorada con una fotografía recortada de una revista de cine y televisión. Roger Rabbit es, fue y será una de mis más grandes películas de la historia del cine. Y no sabría dar una razón concreta. Supongo que es parte de la experiencia, del momento en el que se disfruta de una historia y unos personajes que dejan huella en ti. Esa misma infancia impresionable dictó que, tres años más tarde, volviera a pensar en aquel actor orondo que ahora navegaba los mares de Nunca Jamás, pendiente de ‘Hook’ (Steven Spielberg, 1991), su capitán Garfio.

Y no importa las veces que, como adulto, quieras entrar en razón. Hay momentos –películas– que llegan como regalos en la noche de Reyes. En 1993 había pasado más horas con Mario que con algunos compañeros del colegio. El mito de Nintendo tenía su propio film, ‘Super Mario Bros.’ (Annabel Jankel y Rocky Morton), y acudimos a las salas cargados de ilusiones.

El cine consagró a Bob Hoskins por su aclamada interpretación en ‘Mona Lisa’ (Neil Jordan, 1986), con la que ganó un Bafta, un Globo de Oro y una nominación al Oscar a mejor actor. Una de tantas grandes interpretaciones que le otorgaron una butaca en el paraíso del celuloide. Pero, qué demonios, para mí siempre será el tipo que envidié por atravesar grandes tuberías verdes, por ver volar a Peter Pan y por oler los dibujos de Dibullywood.

No sé por qué, pero le echaré de menos.

Descanse en paz, señor Hoskins.

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El Último Guerrero

A mí me pasó como a Will Smith en ‘El Príncipe de Bel Air’, en el capítulo en el que intenta explicarle a su sobrino que su dibujo animado favorito, un dinosaurio azul, en realidad no existe. Están sentados en la cama y Will le descubre la diferencia entre personajes históricos -reales- y personajes de ficción. “Spiderman, por ejemplo, es ficción”, dice, “Drácula, mi héroe de la infancia, es histórico”, termina. Carlton, que pasaba por allí, escucha la barrabasada y le corrige: “No, Will, el conde Drácula no existió nunca”. Y Will, desmoronado, se va a llorar a su habitación.

Me gustaría creer que no fui el único que creyó, con fe ciega, en la lucha libre. En el pressing catch. En la World Wrestling Federation (WWF). ¡Qué mañanas de domingo, amigos! Mr. Perfect caía a los pies de Terremoto Earthquake (esa magnífica redundancia) y, entonces, subían al ring los Hermanos Sacamantecas para darle hasta en las cejas a Snake Roberts, pero ninguno de ellos podía con el orgulloso bigote de Macho Man. Excepto aquella vez que todos los malos, guiados por el Enterrador, se unieron contra él y se hicieron con el título… Al menos por unos minutos. Lo que tardaron en aparecer, a todo volumen, Hulk Hogan y El Último Guerrero, los héroes de la WWF. Hulk repartía estopa con una elegante sillita eléctrica, pero no hubiera conseguido nada sin el baile de San Vito del brutal, legendario y poderoso Último Guerrero.

No fue un seis de enero, pero casi. Ya me entienden. Alguien llegó, me dijo que todo era un teatro, que no se pegaban de verdad, que ensayaban para no hacerse daño y que si me fijaba con atención vería el aire entre la palma de la mano de uno y el moflete del otro. La noticia me produjo rechazo y dejé de mirar con el mismo interés la televisión. Incluso las figuras con las que jugábamos durante horas (construimos nuestro propio ring) me parecían más irreales.

Entonces, una mañana de domingo, escuché a lo lejos la carismática voz del locutor del pressing catch. Gritaba algo así: “¡Esto es real, esto es real, está pasando… El baile de San Vito!” Y, qué demonios, me quedé otra vez. El Último Guerrero era, en algún sitio imposible, muy real.

Ayer murió Brian James Hellwig, a los 54 años de edad. El otro, su parte irreal, seguirá agarrando las cuerdas. Como siempre.

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El obituario que James Rebhorn escribió de su propia muerte

El actor James Rebhorn murió a los 65 años esta semana. Su último trabajo como padre de Claire en ‘Homeland’ no es suficiente honra para uno de esos secundarios típicos del Hollywood de los últimos años. El actor escribió, días antes de su muerte, su propio obituario. Dice así:

«James Robert Rebhorn nació el 1 de septiembre de 1948, en Philadelphia. Su madre, Ardell Frances Rebhorn, le amó muchísimo y le apoyó en todos sus sueños. Ella le enseñó la importancia de la buena educación y la cortesía, y que la hospitalidad no es una tontería. Su padre, James Harry Rebhorn, no le tuvo menos devoción. Gracias a él, Jim aprendió que no hay excusa para no hacer las cosas bien. Un trabajo bien hecho raras veces toma más o menos tiempo que un trabajo mal hecho. Ellos le dieron fe y sabiduría y le animaron a estar en contacto con Dios.

Le sobrevive su hermana, Janice Barbara Galbraith, de Myrtle Beach. Ella fue su amiga, su confidente, y, más a menudo de lo que podría parecer, su puente sobre las aguas turbulentas. También le sobrevive su esposa, Rebecca Fulton Linn, y sus dos hijas, Emma Rebecca Rebhorn y Hannah Linn Rebhorn. Ellas se anclaron a su vida y le dieron la alegría de vivir. Sin ellas, siempre en el centro de su existencia, su vida habría sido poco más que humo. Rebecca le amó pese a sus fallos, y fue el mejor ejemplo para explicar lo que es el amor incesante.

Sus hijas le hicieron sentir tremendamente orgulloso. Su presencia mejora nuestra especie y hacen de este mundo un lugar mejor. Ellas tratan el dolor de una manera diferente, y deben encontrar la manera de gestionarlo a su manera. Él espera, sin embargo, que ellas sufran su pérdida solo el tiempo necesario ya que tienen un gran trabajo que hacer y deben ponerse manos a la obra. El tiempo vuela.

Su ahijado, Ben, también le sobrevive. Jime amó a Ben, al que trató como un hijo propio, especialmente durante sus últimos meses. Sus tías Jean, Dorothy y Florence, numerosos primos y sus familias, y muchos amigos devotos también sobreviven a Jim. Él les amó a todos y supo que ellos le amaron a él».

(Traducción del texto original)

James-Rebhorn

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