Harold Ramis, el fantasma del VHS

El talento es un misterio tan indescifrable como la mismísima muerte. Fíjense, qué poco sabremos de la vida, si nuestra mejor –y más valiosa– explicación a las cosas que no entendemos nace de la imaginación, de la creatividad. De las historias que contamos. Harold Ramis se muere y un terrible pellizco estruja las entrañas del cine. Cualquiera que se sintiera niño viendo ‘Los cazafantasmas’ pudo sufrir al leer su inesperada pérdida. Pero todos, sin excepción, terminamos dibujando una extraña sonrisa en la cara. Maldita sea, es imposible pensar en Harold, recordar su trabajo, y no sonreír. El talento: no se me ocurre una mejor definición.

Como si se tratara de una cinta VHS sin rebobinar, la ‘vida’ de Ramis empieza con el genial Doctor Egon Spengler, el cerebro de ‘Los cazafantasmas’. A poco que avanzas o retrocedes en la cinta, el resto de títulos te asaltan con asombro: ‘Una terapia peligrosa’, ‘Al diablo con el diablo’, ‘El club de los chalados’, ‘Los incorregibles albóndigas’, ‘The Office’, ‘Atrapado en el tiempo’… Dios, ‘Atrapado en el tiempo’, ¿existe otra película como esa?, ¿un film que todos los años se recuerda como parte de una costumbre mundial?, ¿quién escucha «I got You Babe» y no piensa en el despertador de Bill Murray?

Comparo la vida de Harold Ramis con una cinta de VHS porque él tiene mucha culpa del humor y del carisma de esa generación. La machacada y recurrente generación de los 80 que hoy protagoniza cualquier recuerdo feliz. Ramis diseñó, forjó y transmitió a cientos de cineastas una forma de entender la gran pantalla, de conectar con el público.

Me agrada el cariño que se desprende de las declaraciones de todos los que compartieron un rodaje con él. Y de todos los que soñaron con hacerlo. Es alucinante la cantidad de veces que se repiten las palabras «maestro» e «inspiración». Harold, un tipo de sonrisa traviesa y barriga cervecera que simplemente amó su trabajo. Sin excentricidades, sin ambiciones inexplicables, sin buscar la portada ni la fama barata. Era un artista, joder. Un amante de su trabajo. Y por eso, por su talento, por poco que lo podamos entender, flotará siempre en la memoria de este planeta. Como un fantasma que despierta una y otra vez en el mismo día, para explicarnos las cosas que no entendemos de este mundo. Y para hacernos reír.

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Philip Seymour Hoffman, el otro

A veces los ojos toman sus propias decisiones. Es el poder del carisma, supongo, el hechizo que producen en el ser humano ciertas cosas colocadas aleatoriamente en el universo: una rama retorcida en un bosque de esbeltos pinos verdes, un mancha de vino en una impoluta camisa blanca o una carcajada sonora en un coro de serios y sesudos filósofos. Philip Seymour Hoffman es uno de esos fenómenos magnéticos que, colocados en segundo plano, roban toda la atención al protagonista. O, al menos, lo fue.

Es demasiado triste ver cómo la droga o cualquier otra adicción corrosiva fulmina la vida con tanta sencillez. Y más cuando se trata de alguien que, a todas luces, atesoraba un exitoso porvenir. Porque, qué demonios, ¡era joven! 46 años. Él cumplía el perfil del intérprete forjado para actuar hasta los cien años, mejorando con el tiempo, como Christopher Plummer, Ian McKellen o Frank Langella. Pero no. Se quedará en ese limbo reservado para los hijos malditos de Hollywood.

Las productoras se rifaron a Hoffman en lo comercial y en lo intelectual, pasando de encarnar a un villano formidable en ‘Misión Imposible III’ al profundo logro de ‘Capote’. El domingo por la noche me puse a repasar su filmografía y, sin ayuda del buscador, la película más antigua que recordaba de él fueron ‘Patch Adams’ (1998) y ‘El gran Lebowski’ (1998). Una vez que empecé a repasar la lista de sus trabajos descubrí que ha sido, por derecho, uno de los mejores actores de reparto de la década -quizás más-. Y lo fue porque su papel es más memorable que el de los protagonistas que le acompañan.

Siento que Philip Seymour Hoffman (qué nombre tan teatral, ¿verdad? Parece escrito adrede) haya muerto. Y siento que la droga siga siendo tendencia en las habitaciones de hotel de la fama y la fortuna. Ese maldito pacto al que, ahora, parecía hacer referencia en ‘La duda’ (2008): «¿Por qué tiene cara de haber visto al diablo?»

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Paul Walker, por la Victoria de Samotracia

La ironía tiene cierta poesía. Una poesía sarcástica, oscura y retorcida. Pero poesía, a fin de cuentas. Algo de esa poesía futurista que alegaba un amor supremo por las máquinas y la tecnología. “Afirmamos -manifestó Marinetti en 1908- que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”.

Dudo que Paul Walker recitara verso alguno en sus últimos suspiros, en el asiento del copiloto de su Porsche Carrera. Pero -tal vez sin querer- sí sé que vivió toda su vida como un emblema del amor por la velocidad, el motor y los coches de carreras con alientos explosivos. No comparto ese amor y, sin embargo, no me cuesta nada ver la poesía. Una especie de conexión atemporal que, con perspectiva, parece escrita por un guionista en busca del desenlace.

Paul Walker ha sido durante los últimos 13 años una ‘futura promesa’. Desde que Rob Cohen le diera una oportunidad en ‘The Skulls’ (2000), el guapo Walker ha entrado en todo tipo de listas: el más sexy, el mejor pelo, la mejor sonrisa, la estrella del mañana… Aunque lo cierto es que sólo consiguió protagonistas menores en películas menores que difícilmente serán recordadas. Excepto los coches.

Ayer, leyendo la noticia de su muerte, alguien preguntó quién era. No se me ocurre un final más triste para un artista de supuesta fama mundial. Yo respondí que era el protagonista de la saga ‘A todo gas’. “¿La de los coches?” Sí, dije, la de los coches.

Ni siquiera pilotaba su porsche. Él, líder de una saga cuyo lema es ‘Conduce o Muere’. Él, que deja huérfanos a ‘sus hermanos’ de ‘A todo gas 7’, Vin Diesel, Dwayne Johnson, Ludacris y Tyrese; y a James Wan, el director que le adoraba. Él, que no sobrevivió a su propia película. Él, Paul Walker, un aspirante a Hollywood que murió, sin saberlo, en un acto de futurismo total: por una belleza más grande que la Victoria de Samotracia.

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Desalysol Cristóbal

Para mí, su primer nombre fue Desalysol. Luego llegó el Cristóbal, acompañado por ese rostro emblemático repleto de arrugas cinceladas por el carisma. No llegamos a charlar con un café delante, como tantas veces se dejó caer en el teclado. Ni siquiera le vi en persona. Pero nos teníamos cariño. ¿Cómo se puede sentir esa amistad, esa cercanía, con una persona que nunca has visto? Supongo que detrás del ‘me gusta’ o del ‘sígueme’ de las redes sociales sí hay restos de humanidad. El domingo, cuando murió Cristóbal, lo sentí de verdad. Joder. Muy de verdad.

De Cristóbal García sé lo que he leído y lo que he visto de él. Es un actor. Un actor de raza, de convicción y vocación. Un hombre que no gozó de fama y fortuna internacional, pero que derrochó talento sobre las tablas del escenario y del set de rodaje. Por pura pasión. Y eso es un gran gozo. Dejen que les cuente cómo nos conocimos.

Como les decía, él apareció en mi muro de Facebook como ‘Desalysol Cristóbal’. Me escribió un mensaje para decirme que le gustaba el cine y que leía todos los días la columna. Me contó cosas que le gustaban y cosas que no, por el puro placer de hablar con alguien que, según creía, estaría dispuesto a mantener el diálogo. Y sí, lo estaba. Nos hicimos formalmente ‘amigos’ de Facebook y, de vez en cuando, comentábamos la película que fuera.

Mi sorpresa, propia de todo ignorante que se precie, llegó cuando descubrí su trabajo como actor. Cristóbal compartía fotografías de rodajes muy a menudo, así como cuidados textos en los que analizaba una cinta o arengaba al gremio del cine. Con el paso del tiempo, convertimos en costumbre la visita obligatoria a los comentarios y enlaces que el otro sugería.

Me enteré de su edad, de su ‘otro’ trabajo y del cariño que tenía por su familia el mismo día en que murió. Éramos dos personajes ajenos el uno del otro que habían encontrado un escenario común. Echaré de menos esa risa contagiosa que nunca escuché. Qué buen humor tenía el muy canalla. De verdad que lo siento, Cristóbal. Buen viaje.

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A modo de recuerdo, el tráiler de uno de sus últimos trabajos, ‘El hombre sin tiempo