De los consejos que daría Galiardo para vivir la vida

Dispuesto, pues, el corazón a llorar mi marcha, permanezca, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, Juan Luis Galiardo, que quiere aconsejarte, que los oficios y grandes nombres no son otra cosa que polvo en la arena y esto, lo que te digo, te harán parte en las estrellas.

Primeramente, ¡oh hijo!, teme a Dios y tema a la sabiduría, aprende tu vocación y cuidala con el respeto y la adoración que hay que guardar al padre. Pues saber que sabes es el guiño irrefutable que mostrará tu luz, que te dará la seguridad y el talento para aceptar lo que eres. Del conocerte saldrá el no hincharte, como la rana que quiso igualarse con el buey.

Haz gala, amigo, de la humildad de tu linaje y no desprecies la cerveza y el vino y el ron del que se ofrece. Ama a la mujer siempre hermosa. Préciate más de ser humilde virtuoso, que pecador soberbio. Ahorrarás así la comparación con la estirpe más bajuna que reina en la pantalla y la admiración, silenciosa y sincera, del que te mira declamar versos sin mordaza.

Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida, con los ignorantes que presumen de agudos. Trabaja, trabaja y trabaja, así encontrarás el hueco que te pertenece. Cientos de historias, cientos de películas, personajes que se convierten en parte de uno mismo y te miran en el espejo con un saludo de Hidalgo Quijote. Cientos de amigos, de renombres del Arte que eligen pronunciar el tuyo: Berlanga, Gutiérrez Aragón, Fernán Gómez, Cuerda, Regueiro. Y, tal vez, un día, el mismo Goya se reconcilie contigo y una abrumadora ovación de todo un país resuene entre lágrimas al decirte aquello de “grande, Galiardo, grande”.

Si estos preceptos y estas reglas sigues, amigo, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible; y, en los últimos pasos de la vida, te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tu inmortal herencia.

Descansa en Paz. Galiardo, grande, Galiardo.

Crónicas Marcianas

De repente se hizo normal hablar de Marte. Entendí la ciencia ficción como una extensión palpable de la realidad, como un órgano latente que evoluciona paralelo a la verdad que vivimos con una verdad en la que podemos creer. No son láseres ni naves espaciales ni bichos verdes. No, al menos, solo eso: es fantasía, filosofía, ética, humanidad y arte.

Terminé de leer ‘Crónicas Marcianas’ hace poco, después de tantos años llamándome la atención sobre la estantería de la librería. Llego tarde, como es habitual. Ray Bradbury murió ayer y nunca le escribí uno de esos “gracias” que sabes que no leerá pero que intuyes que valdrá de algo. Y de eso se trata todo esto, de creer. La ciencia ficción inteligente, la que practicaba y predicaba Bradbury, es, en realidad, un medio fidedigno para estudiar al ser humano con los ojos del extraterrestre; para intuir hacia dónde vamos y cómo queremos ser.

En el libro, Bradbury convierte a nuestra raza en los alienígenas invasores que aterrizan en Marte ante la incrédula mirada de sus vecinos, gentes corrientes de ojos amarillos que se emocionan al escuchar un poco de jazz. Resulta fascinante cómo, al final, hablar de naves, astronautas, conquistas y tecnología solo tiene sentido si se basa en las emociones humanas. Y, más aún, descubrirnos a nosotros mismos como emigrantes en nuestra propia tierra, nómadas de un universo que viene y va ajeno a nuestras disposiciones. Porque al final, por mucho que evolucionemos, por mucho que estudiemos Economía, Ingeniería y Matemáticas, ninguna crisis tiene solución si no te pones en la piel del otro.

“Los humanos continuamos siendo imperfectos, peligrosos y terribles, y también maravillosos y fantásticos. Pero estamos aprendiendo a cambiar”

Descanse en paz, maestro Bradbury.

David Kelly

Nunca fui paciente. Me pueden las prisas, el aquí y el ahora. Siempre fui más como el pequeño Bastian que entró a la librería del Señor Koreander y no como el Señor Koreander que recibió paciente en su librería al pequeño Bastian. Supongo que son cosas de la edad. Y, por eso, me impresiona más descubrir la humilde paciencia de David Kelly, uno de esos entrañables ancianos del cine, maestros de héroes, insufladores de valor, imagen del abuelo. Pero, por encima de todo, un actor vocacional.

David Kelly empezó a trabajar en 1951, como actor de reparto de series de televisión. Y, desde entonces, no paró. Tenía entonces 22 años. 60 años después, ayer, murió colocando su fotografía en todos los medios de comunicación del planeta. Lo curioso del asunto es que todos los periódicos, televisiones y webs pusieron la misma imagen: “El abuelo de Charlie y la Fábrica de Chocolate fallece…”

Casi puedo escuchar la conversación de Kelly al llegar a las puertas del cielo, con San Pedro: “Vaya, por poco no lo consigo”, diría él. “¿El qué?”, preguntaría el santo. “¡Que no me olviden!”

Sesenta años encarnando personajes y que sea al final, cuando sólo puedes interpretar al “viejo”, cuando consigues dejar una huella imborrable. Estoy seguro de que Kelly tuvo una vida plena y feliz con una familia que le llorara cada 14 de febrero. Pero hoy la lección va por otro lado: el trabajo constante, el respeto a la vocación, soñar como un niño con ojos de anciano, pone a cada uno en su lugar.

Por mi parte, voy a disfrutar de uno de sus últimos trabajos. Una película que me llena mucho más que ‘Charlie’ y en la que David Kelly formaba parte de un cuento como los que podrías leer en la librería del señor Koreander: ‘Stardust’. ¿Recuerdan al guardián de la frontera?

Con la espalda al descubierto

Es difícil saber qué trascenderá. Podemos pasar la vida entera buscando entre musas y colores la firma artística que eternice nuestra voz. Pero al final, será el público el que decida la ovación. Yo tenía poco más de diez años cuando se estrenó en el cine ‘El guardaespaldas’ y la canción de Whitney Houston no pasó desapercibida. Recuerdo que el ‘I will allways love you’ (para nosotros era “aiwilolgüeislofllú”, cosa que, por cierto, se acercaba bastante al inglés real; ¿sería la primera frase que entendimos al escucharla?) sonaba constantemente en la radio. La gente compraba cintas vírgenes para grabar la canción cuando la pusieran en los 40 y luego se fotocopiaban las carátulas para poner la caja guapa.

Tardé bastante más en ver la película. Dos o tres años, por lo menos. Y fue, creo, uno de esos grandes chascos que te llevas en la vida. Ya sé que hay un ejército de fieles de ‘El Guardaespaldas’ como una de esas historias de amor enternecedoras y emotivas y tal. Pero es que a mí no me dijo nada. Vaya, no me dice nada. O casi nada. Por ahorrarme los epítetos, resumiré en que me parece aburridísima.

Pero ahí nos tienen, a ustedes y a mí y a cualquiera, retornando a un lugar común cada vez que escuchamos la voz de Houston tronar como un manto de agua sobre el arcoíris. ¿Quién no recrea la escena de Kevin Costner rescatando a la doncella? ¿Quién no entiende el mensaje cuando alguien tararea la melodía? ¿Quién es ajeno a su poder?

Anoche, cuando leí que Whitney Houston había muerto me dio pena. Pena por ver cómo las estrellas se empeñan en fugar su talento con un éxito tóxico. Empecé a leer sobre su carrera, sus éxitos musicales y su magnífica carrera discográfica. Pero, me van a perdonar, nada me dijo tanto como poner de fondo el ‘I will allways love you’. No hay mejor despedida. Tan solo espero que no muriera sola, desprotegida, sin nadie que le cubriera la espalda.

Silencios casuales: Frederica Sagor Maas

Es curioso cómo el universo se confabula para hacer coincidir fechas, recuerdos y silencios. Y les hablo de un universo paciente, capaz de esperar 111 años al momento exacto, a la despedida adecuada. A lo que debía ser. Frederica Sagor Maas pasó los mejores años de su vida escribiendo palabras que nunca serían pronunciadas. Subrayadas con música, tal vez. Pero nunca pronunciadas. Era imposible. El cine mudo era así.

El jueves pasado, Frederica murió en San Diego, California, después de una vida plena. Su último cumpleaños, en el que sopló 111 velas, lo avala. No puedo más que suponer lo que debe ser tener historias para rellenar más de un siglo. Pero me parece tan precioso, tan mágico, que Sagor haya muerto el mismo año en el que ‘The Artist’ honraba la memoria de artistas como ella. ¿Se imaginan cómo se sentiría al ver que una película como las suyas, escandalosamente mudas, callaba bocas y reinaba en el parnaso de los premios? ¿Ven el círculo que se cierra a su alrededor, el halo místico que cerciora los títulos de crédito?

Maas, una de las pocas mujeres guionistas de su época, firmó filmes como ‘The Plastic Age’ (1925), ‘Dance Madness’ (1926), ‘Hula’ (1927) y ‘Red Hair’ (1928) protagonizados por Clara Bow, así como producciones encabezadas por Norma Shearer como ‘His Secretary’ (1925) o Greta Garbo (‘Flesh and the Devil’, 1926).

Estudió periodismo en la Universidad de Columbia pero terminó vinculada a la industria del cine donde conoció al productor Ernest Maas, empleado de Fox, con quien se casó en 1927 y trató de sacar adelante sus propios guiones sin demasiada fortuna, una obra de entre la que destacó «The Shocking Miss Pilgrim» (1947). Frederica y su marido dejaron Hollywood a principios de los años 50 después de que fueran interrogados por el FBI acusados de participar en actividades comunistas.

Gran historia, ¿verdad?

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