La noche mas oscura (Zero Dark Thirty)

La obsesión de Occidente. La obsesión de una cultura. La obsesión de un sistema económico, de un modo de vida, de las barras y estrellas, de un ejército, de un país. La obsesión de una mujer. ‘La noche más oscura’ es un ensayo cincelado sobre nuestra historia más reciente. Kathryn Bigelow (‘En Tierra Hostil’) convierte a Bin Laden en el Santo Grial del nuevo siglo, en una Guerra Santa por y para las víctimas del 11-S, en un hito colectivo que revolucionaría los libros de Historia de nuestra sociedad: su muerte.

Pero no estamos ante una película concentrada en mostrar unos hechos reales y verídicos, tal y como se esfuerza en subrayar Bigelow en los primeros minutos de metraje. De hecho, puede que en unos años se descubra que esta versión del asalto de la casa de Bin Laden no sea real. Pero, pase lo que pase -el tiempo lo dirá-, el periplo de Maya (Jessica Chastain), la agente de la CIA que caza al líder de Al-Qaeda, siempre será verdad. Esa verdad de las mentiras de la que habla Vargas Llosa. Esa verdad que nos supera y que muestra, sin lugar a dudas, el complejo conglomerado de emociones, sentimientos y contradicciones que dictan nuestra era.

La película de Bigelow es un espectáculo mayúsculo. Un alarde de talento técnico que convierte al espectador en un invasor más, en un espía infiltrado en ambos lados, entre los pecados de todos, para que sea él quien juzgue si hay un bando de buenos y otro de malos. Sería un error considerar ‘La noche más oscura’ como un ejercicio de frialdad. En absoluto: nunca deja de hablar de usted y de mí y de todos nosotros.

El reparto, liderado por Chastain, alcanza cotas de excelencia como orquesta sinfónica. La mayoría participa con pequeñas intervenciones en los distintos capítulos en los que se divide la cinta. Pero eso no evita que se sumen a una sincera ovación al final de la proyección: Gandolfini, Perrineu, Chandler, Clarke, Ehle… ‘La noche más oscura’ es un placer cinematográfico obligatorio, de un poderío audiovisual en el que podríamos ahondar durante horas. Nada más que con la cara del hombre que mató a Bin Laden podríamos escribir un ensayo. Nada más que con su escena final, de una carga lírica asombrosa, con esas barras y estrellas disimuladas, ya estamos obsesionados.

Tan fuerte, tan cerca

Todavía no se ha escrito la última palabra del 11-S. Como les vengo diciendo, la desgracia es muy fotogénica y suele prestarse a la épica, a la emoción y al drama, por supuesto. Y no es menos cierto que la imagen de las torres cayendo, la voz de Matías Prats clamando al cielo y los ángeles que intentaron volar, pese a Ícaro, aún estremecen nuestro cuerpo. Esa línea trazada en los libros de historia constituye un principio y un final difícil de obviar para los que no pudimos separarnos de la televisión, un lazo inquebrantable que une a gente con otra gente en una extraordinaria cadena de favores.

Tan fuerte, tan cerca’ es un poderoso homenaje a las vidas que terminaron, empezaron y siguieron tras el once de septiembre de 2001. Stephen Daldry (‘Las horas’, ‘Billy Elliot’) ve en la maravillosa cohesión de un padre y su hijo (Tom Hanks y Thomas Horn) el motor perfecto para hablar de la inmortalidad humana: del amor. Un amor entendido como fuerza universal, presente en propios y ajenos.

Es cierto que la película tiene un serio problema: exceso de metraje. Varios tramos de la cinta se atragantan con facilidad y nos obligan a dudar de la lógica del relato. Sin embargo, hay dos partes que funcionan por sí solas con excelencia. Primero, la relación del niño protagonista con un entrañable y mudo anciano que interpreta con maestría Max Von Sydow. Y, segundo, el bien hilado desenlace que eriza, con facilidad –y alguna trampa-, el vello de todo cuerpo bajo la exquisita melodía de Alexandre Desplat.

Al final, de lo que se trata, es de creer. No importa en qué. Pero creer. Creer en una voz protegida en la memoria, en la magia de un papel y un rotulador, en la incomprensible pero posible confabulación del universo o, qué sé yo, en el amor de un padre y una madre a su hijo. Y viceversa.

Once(s)

Ficción tiene dos ‘ces’ gemelas en el centro de la palabra. Un par idéntico que sostiene la credibilidad que el mundo real, el palpable, no puede otorgar. Hace diez años, el once se convirtió en un número fatídico, histórico, que abrió los ojos de una sociedad adormecida en un baño de globalidad. Conforme Matías Prats respondía con incredulidad a las imágenes que volcaban Nueva York, los héroes de la viñeta se preguntaban qué había fallado. Cómo no habían llegado a tiempo, por qué no lo vieron venir. ¿Dónde estaba la batseñal?

Con el paso del tiempo fueron otros, los que no nacieron en planetas lejanos ni sufrieron la picadura de un bicho radioactivo, los que se ganaron el título de héroes. Humanos, personas como usted y como yo, que sudaron y lloraron y gritaron entre el polvo y la sangre del ‘World Trade Center’. El mismísimo Capitán América, la idílica imagen de un estilo de vida, murió en un atentado criminal, martirizando los pecados del mundo del cómic. Spiderman, avergonzado, descubriría su máscara ante las cámaras de todo el planeta (“¡yo soy Peter Parker!”). Casi como un epílogo de aquel fatídico vuelo, llegó a la televisión ‘Perdidos’, una historia de redención para los pasajeros del Oceanic. La isla fue la oportunidad que, ceñidos a la fe, los guionistas escribieron para las víctimas del 11-S.

El cine y la literatura nos contarían los últimos minutos de los pasajeros del vuelo de American Airlines y los mensajes de voz que dejaron, como lágrimas en la lluvia. Dicha angustia hizo que el invento de un joven genio enfadado con las mujeres revolucionara las formas de comunicarse. Las llamadas y los mensajes no eran suficientes. La persistencia de un ‘cambio de estado’ de Facebook era poderosa. Y, tal y como David Fincher concibió, ‘La Red Social’ no es más que una carta de amor que sigue esperando contestación.

Internet nos invitó a preguntar. A cuestionar. A dudar todo lo que hasta entonces era verdad. La tecnología unió las voces disgregadas hasta concentrarlas en un mismo estado de ánimo: las revueltas de Egipto, las filtraciones de Wikileaks, las máscaras de ‘V de Vendetta’ y la indignación -bien y mal entendida-. Todo con 140 caracteres.

Diez años después, parece el guion de una novela de ciencia ficción. El tiempo pasa rápido y las letras no cambian de sitio: eso es la Historia.

¿Dónde estabas el 11-S?

¿Dónde estabas el 11-S? Once de septiembre de 2001. Sólo al leer la fecha soy capaz de poner distancia con la caída de las Torres Gemelas. Fue hace más de ocho años y, sin embargo, parece que la turba corriendo por las calles de Nueva York nunca dejó de agitarse. Las imágenes están grabadas a fuego en la memoria colectiva: “La otra torre, Ricardo, la otra torre”, que diría Matías.

Fue el punto de inflexión en el que el hilo argumental de la Historia de la Humanidad cambió. Otro de tantos giros bruscos, violentos e inesperados para marcar en las páginas del Tiempo. La realidad cambió por completo. El miedo, el temor a la posibilidad, a que “ellos” estuvieran a nuestro lado viendo la televisión con nosotros, escuchando la radio, haciéndose los sorprendidos… Cuando en realidad “ellos” eran los culpables. Una fobia irracional, de buenos y malos, que nos trajo nuevas reglas, nuevos protocolos, nuevos enemigos.

La Realidad cambió. Y también todo lo demás.

Desde el 11-S las series de ciencia ficción han mutado a productos filosóficos que desmenuzan la vida basándose en supuestos “imposibles” pero ejemplarizantes. Ayer se estrenó el remake de ‘V’ en Estados Unidos. El primer fotograma del capítulo -mínimo spoiler, disculpen- es un pantallazo en negro con una pregunta rotulada en blanco: “¿Dónde estabas el 11-S?” Después de 45 emocionantes minutos llego a la misma reflexión que en otras ocasiones: El ser humano está aterrorizado y necesita contarlo.

V’ cuenta como unos visitantes llegan al planeta con mensajes de paz pero con intenciones de guerra. Nos pone a lagartos vestidos de humanos, imposibles de distinguir entre multitudes aturdidas y nos lanza el mensaje: “Cualquiera podría ser uno de ellos”.

Los “visitantes” de ‘V’ son los “otros” de la isla de Perdidos. Seres atemporales y científicos que pululan entre aturdidos pasajeros de un vuelo que no va a aterrizar en su destino. Sin saberlo llegaron a La Isla, el único lugar en el universo donde se puede decidir el destino del mundo. Un mundo que puede quedar reducido a la tripulación de la única nave espacial que consiguió escapar de la casi completa aniquilación del hombre: Galactica. Pero en esa nave, en la que día tras día se canta el nacimiento de un bebé como si fuera el último, hay robots con apariencia humana, los “cylons”, que están entre nosotros y tienen un plan…

El 11-S también nos creó la necesidad de Héroes, salvadores que un día descubren que podían volar, pintar el futuro o, incluso, viajar en el tiempo. Un tiempo que lo visualizamos antes de que pase con los ‘Flash-Forwards’: 2 minutos y 17 segundos del 29 de abril de 2010.

Cómic, cine, videojuegos, literatura… Ningún arte se escapa de la onda expansiva. En todos los medios hay historias que hablan de enemigos infiltrados desde hace años entre nosotros, de las capas más altas a las más bajas de la sociedad. ‘V’ promete divertirnos, pero, una vez más, nos hace sentir inestables.

Catástrofes y Cine

El 12 de septiembre de 2001 la Ficción pidió perdón. Veinticuatro horas antes dos aviones chocaban contra las Torres Gemelas y ningún héroe fue a salvar el día; nos habíamos acostumbrado a que los buenos, al final, ganan. Hoy nadie lo hará. Nadie pedirá perdón porque, antes, nadie contó cuentos en Haití -ni en otros tantos pobres lugares del mundo-.

Con cada imagen, con cada vídeo, la imaginación colectiva buscaba similitudes en la gran pantalla. El cine catastrófico gana fieles y, año tras año, volvemos a cargarnos el planeta con los mejores efectos especiales. Sin embargo, ayer no vi a Ellijah Wood trotando en su moto por la montaña, como en ‘Deep Impact’. Los edificios de Haití, avergonzados, se plegaban ante las atónitas cámaras de televisión deseosas de escuchar un “¡corten!” de Roland Emmerich. La ciudad, comida de polvo y con polvo para comer, no me recordó a la fracturada Manhattan de ‘El día de Mañana’. Ni siquiera los americanos, presurosos a mostrar su ayuda, lucían como Bruce Willis en ‘Armaggedon’. Obama tampoco es Morgan Freeman.

Los supervivientes reproducen sus oraciones en los salones de todo el mundo. Ante la impotencia de no poder echarle la culpa a nadie, los haitianos claman justicia al cielo. Se amparan en Dios, en su fe. Y, como aquella señora implacable de ‘La Niebla’ de Stephen King, se mantienen impertérritos mientras justifican la desgracia a la voluntad de Dios.

Las historias sirven para mucho más que entretener. Son la inspiración y el refugio por el que somos capaces de sacar fuerza y convertirnos en los héroes que, antes, lo consiguieron. Pero no escribimos para ellos, para los que más lo necesitan. Confiamos en que el fin del mundo empiece por el primer mundo, porque el último ya lo damos por muerto.

En ‘Los Hijos de los Hombres’, Alfonso Cuarón nos enseñó que tu hijo, tu descendencia, también es el mio, mi futuro. Ahora repito en mi cabeza la escena en la que Clive Owen corría por las calles destrozadas de una ciudad olvidada bajo los escombros con un mensaje escrito entre fotogramas: la vida se abre paso. Pero, a veces, la vida es tan caótica. Tan injusta. Sin guión.