No se hace una idea

Leía un libro de bolsillo apoyado en la pared. Pese a que movía sus labios mientras paseaba la mirada por las hojas, no hacía ningún ruido. Era como una sombra camuflada tras la cola de la taquilla, impertérrito ante el follón que una pandilla de adolescentes congregaba bajo el luminoso de los horarios. «¡Pero es que está muuuuu buena!», grita uno. Y el resto asiente con reverencia de jauría. Hablan de una veinteañera, alta y morena, que espera, sola, al final del pasillo, con el móvil en una mano y una bolsa con dos refrescos en la otra.

En lo que tardan en llegar a la taquillera, el grupo de jóvenes no ha bajado ni una pizca el volumen. Es una piara de hormonas desbocadas. Los piropos –algo obscenos, pero piropos a fin de cuentas– van acompañados de risas nerviosas y de repeticiones al estilo de una misa de Harlem. Por fin, una educada voz femenina les pregunta qué desean. Un par de segundos más tarde, repite: «Chicos, ¿qué queréis?» La ignoran. Eleva un poco la voz, no demasiado, e insiste: «¿Que qué queréis?» El que lleva la voz cantante se gira lentamente y suelta un escueto «¿qué?» La taquillera, dolida, exhala un leve «joder» que casi no se escucha, y vuelve a su papel: «¿Qué desean?»

«¡Qué maleducada! ¿No le enseñó su madre a no decir palabrotas?» La voz cantante juega a la indignación. Hace aspavientos con los brazos y zapatea en el suelo para que sus amigos, y todos los que pasan por la puerta del cine, sean conscientes de la injusticia que está sufriendo. El pobre. «¡No va y dice joder!» Un señor-como-la-copa-de-un-pino le da una colleja al chaval y le invita a dejarse de tonterías, a comprar su entrada y a cerrar la boca de una puñetera vez –ovación cerrada–.

La masa adolescente se menea inquieta, maldice un poco y termina comprando a regañadientes sus entradas. La taquillera da las gracias al señor-como-la-copa-de-un-pino y sonríe a la marabunta. La marabunta se marcha y chifla al pasar al lado de la guapa veinteañera. La guapa veiteañera se gira y cruza su mirada con el señor-como-la-copa-de-un-pino. El señor-como-la-copa-de-un-pino clama al cielo: «¿Son así todos?»

Al otro lado, un libro se cierra: «no se hace una idea».

Tres episodios infantes para creer

Uno. El padre mira el escaparate, fascinado. Las figuras de Conan, Thor, Iron Man y Ojo de Halcón llaman poderosamente su atención. Después, baja la mirada y revisa las ofertas en los tomos clásicos. «Mira chico –dice a su hijo–, Los Vengadores». El hijo, que sigue el rastro de la mirada del padre e imita sus gestos como una sombra que llega tarde, repasa a los héroes que aparecen en la portada, uno a uno, mientras pronuncia sus nombres en silencio para demostrar que se sabe la lección. Se frena en seco y señala a uno que no conoce: «Papá, ¿quién es es ése?» «¿Ése? –responde– Es La Visión, un hombre que murió y le devolvieron a la vida convirtiéndole en un robot. ¿Nos compramos el número y lo leemos?» «¡Sí!»

Dos. Son las nueves de la mañana y el autobús viaja casi vacío, como todos los días. La tranquilidad mortecina y el traqueteo del viaje se disipan en la parada: cuarenta niños entran de golpe y conquistan todos los rincones del vehículo. La rutinaria vida del autobús recuerda las vidas pasadas de sus habitantes, cuando ir de excursión era un evento subrayado en rojo en el calendario. Los chavales se sientan y gritan y montan follón. Lo normal. Hablan unos segundos hasta que, llegado el momento, como si fueran ancianos que recuerdan que es la hora de la pastilla, sacan el móvil y buscan fotos, vídeos y juegos. «¿Voy a morir hoy?», pregunta una niña al móvil. «¡Dice que no!», replican todos a coro ante la respuesta de la aplicación. Y ríen. Pienso en ‘Black Mirror’. Otro niño levanta la mirada del móvil y clama al cielo: «Dicen que Crepúsculo es la peor película del año, ¡no tienen ni idea!» Hay quórum. Excepto una voz: «A mí… la verdad… es que me parece una chorrada». Extrañeza general. «Qué rara eres», dicen.

Tres. Están sentados en el salón, viendo la tele, cuando el hijo hace su pregunta.

-Papá, ¿yo puedo hacer películas?

-Claro, cuando seas mayor.

-Pero, papá, ¿YO –subraya– puedo hacer películas?

-Sí, hijo, ¿qué quieres decir?

-Hmmm… Pues, que yo quiero hacer películas chulas, ¡de naves y robots!

-Pues sí, harás lo que quieras.

-Pero… ¡soy andaluz!

-¿Y?

-¿Aquí se hacen películas?

-Claro.

-Pero, ¿grandes?

-Claro.

-Vale.

La familia Von Trapp

La familia entra con la sala a oscuras y los primeros anuncios sobre la enorme pantalla blanca. Suben las escaleras con dificultad, sobre todo el padre, que vigila con miles de ojos los pasos de los siete zagales que levantan sus rodillas hasta la frente para alcanzar y su fila mientras sostienen entre sus brazos refrescos y palomitas. “Disculpe, disculpe”, repite una y otra vez el señor, visiblemente abrumado por la situación. “Rápido niños, venga, sentaos, vamos, rápido niños”, repite una y otra vez, como para justificar al resto de la sala que está haciendo todo lo que está en su mano por molestar lo menos posible. Pero no lo consigue.

Justo cuando el padre de familia numerosa está a punto de sentarse, con el primer trailer en plena ebullición, una nueva entrada llama su atención: su mujer. Su embarazadísima mujer cargada con dos refrescos más y un descomunal cubo de palomitas. “Disculpe, disculpe”, el hombre sale a su encuentro, agarra los enseres y la acompaña hasta sus butacas. “Disculpe otra vez -sonrisa-, disculpe otra vez -sonrisa-”.

Segundo trailer. Los niños devoran las palomitas, ya agonizando. Los Von Trapp, por fin, habían alcanzado la cima de la fila 9, en la sala 3, cuando, aleluya, la película empezó a rodar. La sala, poco a poco, olvidó la complicada entrada de la interminable pero conjuntada familia feliz. La banda sonora tardó poco en crear el clima cálido e intrigante que requería la película. Los primeros planos presentaron a los actores, los créditos imprimían el nombre del director y, en el fondo, una pequeña, aguda y creciente voz reclamaba justicia: “Papá, ¿¡ése es Astérix?!”

James Bond corría por encima de un tren cuando la familia Von Trapp se vio obligada a repetir el costoso proceso: padre, siete niños, mujer embarazadísima, refrescos, palomitas y paciencia infinita.

Una ovación silenciosa para Joe

Sentí que la sala miraba al tipo de la silla de ruedas con la compasión del soldado que esquivó la bomba. Fueron apenas dos minutos. Quizás menos. Pero el gesto es imborrable. Eran tres, los tres jóvenes, pero sólo dos, un chico y una chica, andaban. Entraron en la sala los últimos, cuando todos estábamos sentados y los tráilers estaban a punto de empezar. Como les digo, era imposible no fijarse en ellos.

El chico empujaba la silla entre bromas mientras los otros dos reían a carcajadas. El de la silla, al que, si les parece, llamaré Joe, como el protagonista de la película que íbamos a ver, miraba de soslayo la enorme pantalla crecer a su vera, como el niño que espera ansioso el paso de la cabalgata de Reyes. Los tres amigos llegaron hasta la esquina izquierda de la sala, donde acomodaron la silla y enfocaron los ojos de Joe hacia la tela. El cine es amplio, pero no puedo evitar hacerme la pregunta: “¿Verá la película bien desde allí?”

Supongo que esa ignorancia demostrada, esa ingenuidad condescendiente y estúpida de mis palabras justificó la enorme emoción que erizó cada poro de mi piel cuando vi cómo, con toda naturalidad -la naturalidad de una vida juntos, supongo-, el chico levantaba en sus brazos a Joe. Y Joe cruzaba sus brazos tras su cuello. Abrazados en un gesto rutinario para ellos y alucinante para nosotros.

El chico subió las escaleras sin dejar de reír, alargando el chiste que pronunciaba al entrar en la sala, como si tal cosa. Y mientras, yo les veía como auténticos héroes, buscando sus asientos en la fila nueve. ¿Saben esa sensación de que de repente todos los detalles del día parecen parte de un complejo guion que quiere contarte algo? ¿La sensación de que hay situaciones esperando a que te sientes en la butaca para que les prestes la atención que merecen? Así nos sentimos. Fíjense la tontería. Ése gesto lo harán a diario. Para nosotros, sin embargo, mereció una tremenda, contenida y silenciosa ovación.

One Day, One Bus

Nos dio por viajar a Madrid en autobús. Un pronto de fin de semana, una excusa para cambiar de aires, ver amigos en la distancia y tomar unas cañas son la ‘ese’ bien marcada. El vehículo salió puntual, el conductor fue cuidadoso y la llegada, incluso, se adelantó a lo previsto. Fue, a todas luces, un buen viaje. Sin embargo, cómo iba uno a suponer que el gran problema del trayecto sería la película.

Sepan que uno de mis temores cada vez que viajo en bus es que me pongan Crepúsculo -cosa que sé pasa de vez en cuando-. Así que casi cualquier otra cosa que proponga la empresa me parecerá bien. O eso creía. La cinta en cuestión fue ‘One Day’, dirigida por Lone Scherfig (‘An Education’) y protagonizada por Anne Hathaway (‘El Caballero Oscuro’, ‘Princesa por sorpresa’) y Jim Sturgess (‘Camino a la libertad’). Por ahorrarnos cualquier descripción que se saliera de tiesto, me limitaré a describir la película en un lenguaje común y fácilmente comprensible: un pastelazo.

A saber. Chico y chica reniegan de su amor pero son incapaces de evitar un romance de amigos que, irremediablemente, termina en… ¡¡¡No sé en qué termina!!! En serio: no es la película que vería en mi casa, no me resultó especialmente entretenida y en más de una ocasión terminé gesticulando un vómito tras diálogos del tipo “yo te quiero pichurri porque el amor es rosa y sabe a flores silvestres”. Pero, aún así, me está matando: ¡¡No sé cómo termina!!

Verán, el autobús acostumbra a hacer una parada en mitad del trayecto para tomar un bocadillo, estirar las piernas y evacuar los bajos. La parada sucedió diez minutos antes de que la película terminara. “Luego seguimos con el tostón”, pensé. Pero cuál fue mi sorpresa cuando, al volver al bus, ¡pusieron un episodio de ‘Bones’!

¿Qué pasó con ‘One Day’? ¿Alguien me cuenta el desenlace? ¿Se quieren y forman familia? Lo confieso: ardo en deseos de ver el final de esta película con aires de ‘Agujetas de color de rosa’.