De lo que importa y lo que no

La sala se había convertido en un remanso de paz. Una paz belicosa y gruñona con los títulos de crédito de una película que no ha convencido a nadie. La pesadez languidece en los rostros del puñado de espectadores que, sin saber cómo, han aguantado hasta el final. Por pura educación, supongo. Por no desaprovechar una estupenda oportunidad de bostezar sin complejos, de insultar hasta al apuntador. Pero, como digo, la gente se queja por lo bajo, entre susurros fríos y latentes.

Y es que la película es mala. Tan mala como la que más. Actores de vergüenza, fotografía de niño chico, romance de telenovela y una mínima acción que recuerda levemente a los mejores momentos de Crepúsculo. Sin embargo, fiel a la costumbre, aguanto la terrible banda sonora final, hasta que aparezca la última letra del reparto. Para mi sorpresa, no estoy solo. Varias filas atrás, tres jóvenes permanecen estoicos en sus butacas.

Pasados unos instantes empiezan a reírse sin control. Carcajadas insultantes contra la película. Ya les digo, no ha gustado a nadie. Las risas dan paso a comentarios hirientes, chascarrillos bajunos e, incluso, algún que otro salto nervioso.

Cuando los títulos de crédito han acabado, me levanto y pongo rumbo a la calle. Miro otra vez a los cachondos de atrás y descubro, extrañado, que había un cuarto espectador con ellos, sentado en silencio y llorando a lágrima viva. Uno de sus amigos se da cuenta, como yo, de que está llorando, completamente emocionado. Le dice: “¿Pero qué te pasa?” El que llora responde: “Nada tío, que me he emocionado”. “¿Con la peli?”, pregunta el primero. “Sí, con la peli”, subraya el segundo.

Un incómodo silencio se apodera de la sala mientras yo reduzco la velocidad en mis pasos, procurando escuchar como acaba la escena. “La película es malísima, tío”. “¿Y qué importa eso? -termina, con rotundidad- Hizo que me acordara de mi perro”.

Lo que vale una entrada

El niño ha cruzado el umbral cogido de la mano de su padre. Van al cine y está feliz. Da la sensación de que no le importa nada en absoluto lo que va a ver. Le importa el hecho: ver una película, comer palomitas y descubrir, de reojo, las reacciones en la cara de su padre. Es un teatro sobre el teatro. Un arte que sucede en un espacio muy concreto, durante un tiempo preciso, con un final feliz.

Pero antes de que todo eso suceda, ambos, cómplices sanguíneos, escuchan de soslayo la conversación que mantiene una pandilla, en la cola de la tienda de comestibles del cine. Hablan de chicas, de novias, del beso que una le dio a otro y de lo imposible que les resultaba hacer no sé qué en no sé dónde. El padre, incómodo, intenta tapar la voz de los adolescentes con frases sueltas: «Hay gente, ¿eh?», «¿prefieres una fanta en vez de la coca cola?», «creo que nos va a gustar la peli…» Etcétera.

El zagal, sin embargo, no parece inmutarse con las retorcidas y sexuales anécdotas de los adolescentes ni de las infinitas metáforas, sinónimos y referencias que suscita la palabra ‘pene’. Antes de pagar, los jóvenes sueltan la última que, me permiten, les transcribo literal: «Yo a ésa me la follaba». El niño gira el cuello como un resorte, mira a su padre con los ojos como platos y se tapa la boca. Ambos guardan silencio hasta que salen de la cola y están en el pasillo.

–Hijo, esas cosas… Verás, esas cosas…

–Ya, papá, lo he visto. ¡Han gastado 24 euros en comida!

–¿Cómo?

–Los niños esos. 24 euros, papá… ¿Cuántas veces podríamos ir al cine con ese dinero?

Cosas que suceden mientras pasa lo que importa.

¡¿Qué suena?!

La película llevaba diez minutos en la pantalla y no podíamos pensar en otra cosa: maldita música del demonio. Los dos entramos en la sala con la cabeza llena de pájaros. Cada uno con los suyos, los propios después de un día de trabajo. Total, que nos retrepamos en las butacas y nos pusimos a charlar de la vida cuando nos percatamos de la melodía que sonaba de fondo. Sin darnos cuenta, ambos empezamos a tararearla. A seguir su ritmo. Nos miramos el uno al otro como diciendo “qué bonita es esta banda sonora”. Hasta que él, con una sonrisilla nerviosa, me pregunta:

-Oye, que no me sale, ¿de qué película es?

-Sí, tío, en eso estaba yo. Que no me sale… Pero es de ciencia ficción, ¿verdad?

-A mí esta parte me suena a un avión o una nave en el cielo…

De forma mecánica, levantamos las manos y las paseamos delante de la pantalla, como imitando el vuelo del avión al ritmo de la música. Pero nada, no sale. Con la cara estreñida, nos sentimos como cuando quieres decir una palabra que conoces de sobra pero parece que alguien la haya borrado del diccionario. Un bloqueo de ignorancia, un fallo en Matrix, un flashazo de Men In Black, un tatuaje de Memento, una retahíla de Ozores.

-Ostras, ostras, ostras…

-¿Qué, qué, cuál, cuál? -pregunto

-¿Cocoon? -En ese momento, se apagan las luces y comienza la película. Yo, aliviado, confirmo

-Sí, Cocoon. No le demos más vueltas.

No habían pasado ni treinta segundos cuando él, Bruno, mi colega, me susurra: “Ni de coña, tío. Que no es ‘Cocoon’”. Y, como una de esas arcadas matutinas tras una noche toledana, la melodía volvió a mi cabeza: naaanananaaaaa…

-Tío, no me concentro en la peli. ¿Seguro que no era ‘Cocoon’? -espeto.

-No.

Un cuarto de hora más tarde, los personajes del filme mueven la boca pero no producen sonido alguno. Todos sus diálogos están superados por la musiquita del demonio, que no se va. Y así estaba yo, ofuscado en la chorrada musical, sintiéndome el más pringado del cine, cuando un grito contenido me liberó de las cadenas: “¡’Ghost’, coño, ‘Ghost’!” Pues eso. Dos pringados mejor que uno.

"El lenguaje me limita"

Migue -pongamos que se llamaba así-, si no hubiera aprendido a hablar, sería un ser ilimitado. O al menos eso dice él. “En serio, que el lenguaje limita”, insiste. Está con un grupo de amigos, en una mesa amplía, en un restaurante italiano, y es difícil no coscarse de su conversación. El comentario, después de tantos brindis vikingos y raros gritos clamando al universo, llamó mi atención. De repente, el tipo éste suelta la frase: “el lenguaje me limita”. Y lo hace con una cerveza en la mano, como un poeta del Romanticismo pero en plan castrojo. Leche, que me pilló por sorpresa tanta filosofía contenida.

Acto seguido, le da un trago a la birra y continúa su perorata: “Yo pienso con palabras. Imagina si desde pequeño pensáramos libres, sin estar contenidos a unas normas de lenguaje”. Entonces, sus colegas guardaron un respetuoso segundo de silencio para, como el que escupe un vaso de agua después de escuchar un buen chiste, reírse a carcajadas en su cara. Al grito de “¡no sólo te limita el lenguaje!”, el equipo de bárbaros continuó devorando sus pizzas y sus platos de pasta, con todo el desparpajo.

Al final de la noche, antes de salir del local y después de haber escuchado sus chalauras -qué gracia tenían los jodíos-, llegué a la conclusión de que estaban más cercanos a ‘La Cena de los Idiotas’ que a aquél primer diálogo a lo Tarantino que inició el tal Migue -que vestía una camiseta rosa en la que se podía leer ‘Brox Sister’, para que se hagan una idea de la foto-.

El caso es que me pareció un chispazo de genialidad. Pensé en la cantidad de guiones que se enriquecerán de una vida real que parece tan irreal. La de personajes que pululan por ahí, sin agentes de prensa ni consultores políticos, a los que merece la pena escuchar.

Para terminar, una última perla a la que todavía intento buscarle un sentido: El tal Migue, sale por la puerta y, solemne, dice al viento: “Todos los sitios eran fallos”. En serio, ¿qué creen que quería decir?

La tonta del bote

Para los que tenemos la fortuna de viajar en medios de transporte públicos es difícil no desarrollar una inusitada ambición por escuchar la conversación ajena. Qué quieren que les diga, es como comparar la comida que han puesto en los platos de los otros en una boda o como cuando te dicen “no mires que te va a dar asco”: hay que hacerlo. Pues eso. Dos señoras de falda, moño y corsé vienen todo el trayecto con una amena conversación. La primera, digamos que Pepi, intenta explicarle a la segunda, pongamos que Juana, que su hijo es capaz de conseguir todo lo que se proponga. Y sólo con un ordenador:

-El otro día le dije que me si sabía dónde estaba la calle Lorite y en un minuto me enseño el camino. Tal cuál.

-Ojú, niña, yo eso de los ordenadores no lo comparto.

-¿Que no compartes qué?

-Que puedas hacerlo todo con una máquina, Pepi, ¡que al final nos fecundan con robots! -verídico-

-No exageres. Mi niño, además, tiene un amigo que le da todas las novelas que quiera, las de la tele. Y ahí está, todo el día viendo películas y cosas.

-Porno -insisto, verídico-.

-¿Qué?

-Como todos los jóvenes, ¡que es lo único que hacen con los ordenadores! Ya te digo, ¡robots!

El tema de los robots las silenció por unos minutos. No sé si meditaron sobre la teoría de Asimov sobre si los robots sueñan con ovejas mecánicas o si, simplemente, se daban un poco de drama. Por la ventanilla, junto a la estación de autobuses, un inmigrante hace por vender una película de su top manta. Pepi, aprovechando la coyuntura, prosigue:

-Pues si quieres una película se la puedes pedir al niño, que dice que está todo.

-¿Dónde?

-¡En Internet, Paqui, que no te enteras!

-Ah. Seguro que no está todo.

-Que sí.

-Que no, mujer, que no.

-Ojú, qué cansina y qué antigua.

-La tonta del bote.

-¿Qué?

-Que me traiga La tonta del bote, de Lina Morgan.

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