Los Oscars 2012

En un ejercicio de supremacía humana mantuve los ojos abiertos hasta las dos y media de la madrugada. El domingo, y lo digo como dato para incrementar su visión heroica de mi persona, estuve de porteador en una mudanza, así que estaba más ‘baldao’ que Frodo cuando volvió a la Comarca. Pero oye, allí que aguanté con refrescos, pizzas y galletas de chocolate. Y ahora, fresco cual lechuga después de levantarme a la hora de la siesta, no puedo evitar preguntarlo: ¿Por qué lo hice?

Miren que los Goya de Eva Hache no me hicieron mucha chispa. Pero es que todavía no sé a quién prefiero, si a ella o a Billy Crystal. Que sí, que el hombre es una leyenda de la gala, que van nueve veces y que sabe estar sobre el escenario. Ahora, que eso no quita que fuera un muermo.

No le echo toda la culpa al presentador. Prácticamente, ninguno de los famosillos que subieron a la palestra despertó mi simpatía. Para que se hagan una idea, creo que lo que más me gustó fue el montaje emotivo titulado “Razones para ir al cine” (o algo así), que mezclaba imágenes de grandes clásicos de Hollywood.

Con lo que respecta a los premios, ninguna sorpresa ni emoción especial a destacar, ¿no creen? Hasta Jean Dujardin, tan simpático él, estuvo sosillo. Por suerte, incluso teniendo en cuenta el total aburrimiento de la gala, hay un pequeño detalle que justifica la noche de tunante: se cierra el círculo de ‘The Artist’ que, muy pocos, iniciamos en una sala de cine. Y había que estar presente en esa ovación que es, si nos permiten, un poco de todos. De todos los que escuchamos su silencio.

La Princesa Prometida

Me gustaría ser más original y decir que mi parte favorita de ‘La Princesa Prometida’ es el duelo de inteligencia del intrépido pirata Roberts con el lenguaraz Vizzini. O el paseo del gigante Fezzik por la muralla enemiga, en la infiltración final. Tal vez, los divertidos diálogos entre el Milagroso Max y su esposa para traer a un muerto al mundo de los vivos. Incluso le veo cierto punto entrañable, con el que me es fácil identificarme, a la propia narración del abuelo al nieto enfermo. Pero no. Siempre será Íñigo Montoya:

“Matad al de negro y al gigante. Pero coged al otro para interrogarle”, amenaza el conde Tyrone Rugen. Los soldados atacan y, uno tras otro, con la estocada de una nota musical, caen derrotados ante la espada del héroe. “Hola -dice, con media sonrisa, tomándose su tiempo-, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Preparate a morir”. Rugen huye despavorido, atemorizado ante la promesa. Sin embargo, después de una trabada persecución, el perverso conde prefiere terminar el combate con un cobarde cuchillo que lanza en la distancia, clavándose en el pecho de Montoya. Pero una vida consagrada a la venganza no se termina así. Y entonces, heroico, responde una y otra vez, con su espada y con su palabra, a las arremetidas de Rugen: “Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre…”

‘La Princesa Prometida’ es una pequeña joya que me apasiona. La película que me enseñó que una aventura es tan grande como lo son sus secundarios. Hace poco, la revista Entertaiment Weekly reunió a todos los actores para celebrar el 25 aniversario de su estreno y, de paso, hacer una sesión fotográfica emulando las escenas del épico romance de Westley y Buttercup.  De entre todas las respuestas, me quedo con la que da el propio Mandy Patinkin (Íñigo Montoya), sobre una posible secuela: “Espero estar muerto antes de que eso pase”.

Billy Crystal (Max) se apunta al “no” al remake. Pero, sin embargo, invita a los productores de Hollywood a que hagan una película sobre su personaje: “Queremos saber más de esa pareja, Max y Valerie. Además, no necesitaríamos mucho maquillaje ahora”. Fuera bromas, el actor cuenta una preciosa anécdota: “Un hombre se me acercó por la calle y me dijo: cuando era joven me encantó ‘La Princesa Prometida’. Y ahora que soy padre, estoy deseando verla con mi hijo”.

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