Lo esencial de James Horner

De alguna manera la música se volvió mía. Tararear la melodía era una forma más de trasladar al otro -o a nadie- que mi aventura estaba teniendo lugar. Hubo un tiempo, incluso, que creí con fe ciega que yo era el compositor de tan bella ilusión. Cabalgaba sobre la BH roja armado con una espada en forma de palo y conquistaba castillos alzados en higueras de verano. Y mientras sonaba ella, innata, en mi cabeza. Un grito desesperado por transformar la escena en un fotograma de ‘Willow’. Yo era Madmartigan, por Dios.

Y mientras algunos pagaban hasta tres o cuatro veces por entrar a ‘Titanic’, en 1997, yo agoté aquel curso sin conocer a Jack ni a Rose ni al barco que se hundía. Pero alguien dejó en mi discman su banda sonora y, sin haber visto nada, lo vi todo. Aún hoy, con las imágenes de la película de Cameron grabadas a fuego en la retina, vislumbro las sensaciones vírgenes de aquel cedé sonando una y otra vez.

Mi Fortaleza de la Soledad, a diferencia de la de Superman, no está construida sobre témpanos de hielo, sino sobre las notas de ‘Braveheart’. Cada vez que suena elevo un sólido castillo de libertades, entereza y oración. Allí me refugio para tomar decisiones, hacerme valiente y, de ser necesario, morir con dignidad. Nada me destruye ni atraviesa, la música me arma, me afianza. Me completa.

James Horner ha muerto sin saber que su trabajo cambió el rumbo de mi vida. Murió volando, como un Principito que insiste en acariciar las estrellas. De hecho fue él, Saint-Exupéry, quien escribió que “lo esencial es invisible a los ojos”. Hoy, cegado de admiración, me pregunto si lo esencial, tal vez, fuera cuestión de oído.

Descanse en paz, señor Horner.

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Los fantasmas de Mel Gibson

El otro día, al llegar a la redacción, nos pusimos a comentar las alegrías y penurias del fin de semana. El insigne Juan Ramón nos contó que fue al cine y que se había quedado estupefacto al ver el trailer de ‘El Castor’ (Jodie Foster; se estrena hoy). Bueno, más bien, al ver la reacción de la sala: “Nadie perdió la atención ni se rió al ver a Mel Gibson con una marioneta en la mano… Tengo ganas de verla, ¡seguro que es una buena peli!”.

Luego, la conversación se centró en el bueno de Mel. Ambos coincidimos en la misma idea: es un chalado, estrafalario y su vida personal está repleta de fantasmas, pero, la verdad, es que su carrera en el cine es más que decente. Y es cierto, si hacen un repaso a su filmografía verán que ha triunfado en todas las facetas: como actor, director, guionista y productor. Además, con papeles que están en el imaginario colectivo: el teniente Riggs de ‘Arma Letal’, el carismático Mad Max y, por supuesto, William Wallace, el héroe que inspiró la épica moderna en el cine.

El asunto está en que no es un tipo fácil de querer. Borracho confeso y acusado de pegar a su mujer, sus ideas extremistas son todo un reclamo para las parodias y las críticas televisivas. Por eso, su carrera daba tumbos y ninguna productora quería tratos con él. Hasta que Jodie Foster, su amiga, le ofreció protagonizar una película sobre un hombre traumatizado que consigue salir de sus propios despojos gracias a un muñeco con forma de castor.

A falta de ver la película -yo también me muero de ganas-, tengo la sensación de que el filme es un regalo para Gibson. Uno de esos regalos que solo un amigo podría hacer, desde detrás de la bambalina, manejando hilos, ayudando a que recuperes el norte, pidiendo al mundo entero que te dé otra oportunidad. Y puede que, justo por eso, ‘El Castor’ resulte tan atractiva.

La película de tu vida

Sentado en el regazo de mi madre no había sonido capaz de distraerme de la nana. Tampoco arropado en la cama, mientras surcaba los mares de Nunca Jamás. O a la luz del flexo, viñeteando la marmita de Obélix. No puedo olvidar los sábados por la mañana, sentado en el brasero y poniendo la cinta de ‘El vuelo del Navegante’ en el BETA. Ni la emotiva despedida que acompañó a ‘La Vida es Bella’, un miércoles por la noche al salir de la sala de cine.

Las historias importan. Pero, a veces, el envoltorio las convierte en recuerdos personales. Y eso sí que es magia. Me gusta preguntar a la gente por sus películas favoritas para descubrir los detalles preciosos que las hicieron únicas. Sí, hay tipos que se hacen los entendidos y destacan, siempre, tópicos alabados por la crítica. Pero incluso ellos, si escarban lo suficiente, terminan honrando las tardes de verano en las que ensayaban, junto a la piscina, la patada de la grulla de Karate Kid.

Hace poco, una amiga, después de hacerle la pregunta, me contaba que tenía un especial cariño a todas y cada una de las películas del bueno de Chaplin. “Mi padre nos las ponía a menudo y me recuerdo a mí, muy pequeña, con una enorme sonrisa mientras el hombrecillo sin color se comía un zapato”. Con la vena fílmica abierta, confesó su pasión por la saga de James Bond -“las de 007 nos encantaban en casa”- y su amor por Simba: “’El Rey León es, sin duda, mi favorita de Disney”. Casi como si estuviera madurando en directo, pasó a otro tipo de motivaciones más adultas y situó como referente dos cintas: ‘Braveheart’, “la habré visto un millón de veces”, y ‘Big Fish’, “porque es preciosa”. “¡Ah, -termina- me reí mucho con ‘Que se mueran los feos’!”

Les invito a que hagan la prueba. Verán cómo cada película está acompañada por un instante preciso de su vida. Un momento que atesoran y que define el transcurrir de su tiempo. Un tiempo repleto de años y de personajes sostenidos por un gran pilar que, cada cierto tiempo, hay que celebrar.

Una llamada a la épica

El trabajo de periodista es complicado. De encontrar y de realizar. Pero, amigos, es, posiblemente, el trabajo más bonito del mundo. Y lo es porque cada día es sorprendente, siempre con una historia nueva que contar. Hasta la fecha, el campo que menos he tocado es el deportivo. Supongo que por aquello de que nunca tuve mucha idea y, aunque no se me da mal hablar por hablar, hay gente que lo hace mejor. Bien es cierto que carecía de esa pasión que define a este sub-gremio. Caramba, no se imaginan los acalorados debates que protagonizan en la redacción cuando discuten sobre el último partido de liga. Pero hay cosas que cambian.

Tal vez por el hecho de estar tan rutinariamente apegado a la actualidad –en todos sus ámbitos- ha terminado por germinar en mi interior una semilla que antes solía pasar desapercibida. Ahora comprendo la épica del deporte y vivo, sin saber por qué, la euforia de ganar y la impotencia de perder.

En la redacción de ideal.es decidimos que había que apoyar a uno de los equipos andaluces que, después de demasiados años, vuelve a otear la Segunda División. El Granada CF vive precisamente hoy el inicio de esa ‘oportunidad’ de la que nos sentimos tan partícipes.

Una cosa llevo a la otra y decidimos montar un vídeo de apoyo al equipo con las mejores fotos de la temporada y el discurso de William Wallace en ‘Braveheart’. Una frikada de la casa que, efectivamente, expuso esa épica tan maravillosa que convierte a un buen partido en la más pacífica de las metáforas de la guerra. “¿Dentro de muchos años no querrías una oportunidad, ¡una sola oportunidad!, de venir aquí y matar a nuestros enemigos?” El deporte, a veces, tiene mucho cine.

Braveheart, 15 años y libertad

Yo soy William Wallace. Dios mio, como pasa el tiempo. Hace 15 años y todavía siento el mismo escalofrío cuando pronuncio esas palabras. Recuerdo, como si lo hubiera visto cientos de veces, que al decir mi nombre todos empezaron a reir. Uno de ellos gritó, entre carcajadas, que yo medía más de dos metros. “Sí, eso dicen -respondí-. Y mata hombres a cientos. Y si estuviese aquí acabaría con los ingleses echando fuego por los ojos, y también rayos por el culo”.

Fue el 29 de septiembre de 1995. Hasta entonces la guerra había sido contada de muchas maneras. Pero nunca la habíamos vivido desde dentro. Descubrimos que las espadas no eran juguetes para matar dragones, sino cruces que juzgaban la vida entera. Sentimos la inmensidad del miedo producida por un ejército enorme que se abalanza sobre nosotros: ¿El futuro, el paro, la familia, la enfermedad, la pobreza, el hambre? Da igual, era la guerra.

Nuestra guerra. La guerra de los que escuchamos cada una de sus palabras: “Tu corazón es libre, ten el valor de hacerle caso”. Y, dispuestos, cabalgamos sobre una moneda que da vueltas en el aire mientras sortea nuestro destino con la única fe de que “todo hombre muere, pero no todo hombre vive realmente”.

Quince años después seguimos siendo William Wallace. Somos los que creímos en nuestra vocación y arremetimos contra la inseguridad. “Luchad y puede que muráis. Huid y viviréis… un tiempo al menos. Y al morir en vuestro lecho, dentro de muchos años, ¿no estaréis dispuestos a cambiar todos los días desde hoy hasta entonces por una oportunidad, sólo una oportunidad, de volver aquí a matar a nuestros enemigos?”

No sé a qué ejército se enfrenta usted. Quizás es el mismo al que nos enfrentamos todos. “Puede que nos quiten la vida, pero jamás nos quitarán la libertad”.