Mercenarios 2: los otros

Era la sesión golfa, la medianoche del estreno de ‘Los Mercenarios 2’, y la sala estaba casi vacía. Al menos ésa era la sensación hasta un segundo antes de que se apagara la luz, justo cuando un grupo de amigos, entre diez y quince jóvenes que debían rondar los treinta años, entraron como una exhalación en la sala. Les juro que me bastó su forma de andar, de sentarse inquietos en la butaca como niños que esperan su regalo de Navidad, para imaginarles esa tarde, llamándose por teléfono unos a otros, pasando el mensaje: “¡Se estrena hoy! ¿Nos veremos, verdad?”

Y ahora, varios días después, todavía sonrío recordando la que será, sin duda, una de las más felices y divertidas noches de cine que viviré en toda mi vida. Con las letras ya impresas en la pantalla, había una palpable contención en el ambiente. Un silencio expectante que se derrumbó con un potente estallido en cuanto Stallone apareció en la pantalla: el grupo inició una increíble y emocionante ovación al que el resto de la sala -por pocos que fuéramos- nos vimos arrastrados. Se creó una burbuja mítica y memorable en la que cada guiño, cada presentación, cada chascarrillo de machote y cada disparo certero en la cabeza del enemigo, era excusa suficiente para gritar, chocar las palmas y reír con el descaro de un héroe de acción.

Aplaudimos a todos los protagonistas de las películas que inventaron nuestra infancia. Aplaudimos los días en que el salón de casa se convertía en un inesperado fortín al introducir la cinta en el videocasete. Aplaudimos a aquellos zagales imberbes dopados de adrenalina que saltaban sobre el sofá y corrían por el pasillo esquivando el disparo enemigo. Aplaudimos un tiempo que pasó, un tiempo al que nos consagramos en cuerpo y espíritu, al que honrábamos, una vez más, en su templo, en el cine.

No sé sus nombres ni a qué se dedican. Podrían ser esos vecinos con los que te cruzas todas las mañanas en la misma calle, o compañeros de colegio, o el tipo que te contó el chiste del cura granaíno. No importa. Sólo sé que ellos, los otros mercenarios, consiguieron que ver a Schwarzenegger, Stallone, Willis y Norris en la misma escena fuera una catarsis lírica. Gracias. Espero de corazón que ustedes encuentren a un grupo así cuando vayan a ver los ‘Mercenarios 2’, la película que, por cierto, más feliz me ha hecho de todo el verano. Pero de eso hablamos mañana.

Los prescindibles

Desarrollaron su carrera en un mundo violento, ingenuo y virgen de cromas y efectos dimensionales. Apretaban el gatillo, mataban al malo y posaban para la cámara con un chascarrillo prepotente, tan escueto como poderoso. Era su trabajo y eran los mejores. Mientras críticos y expertos les otorgaban adjetivos secundarios -comercial, palomitero-, regalaban a otros la gloria, el arte; la trascendencia. Después de todo, ellos eran héroes de acción, músculos sin cerebro que sólo valían para correr delante de la cámara y gritar como cosacos antes de romper un cuello. Antes de reclamar venganza.

Es curioso. La generación que se crió con ellos -con Schwarzenegger, Stallone, Van-Dame, Willis, Lundgren- convirtió esas películas en hitos culturales. En referencias continuas que describen a los niños que fueron y a los adultos que aspiraban ser. Aquellos niños hoy son el grueso de un grupo de jóvenes preparados y ambiciosos, con formación y capacidad para revolucionar el mundo y derrochar talento. Esforzados como Rambo, dedicados como McClane, fieles como Conan y eficaces como cualquier otro soldado universal. Y, sin embargo, no es así.

Ambos grupos -los actores y los espectadores- comparten hoy una categoría social similar: los prescindibles, los sacrificables; los que pagan el pato, los que salen perdiendo, el daño colateral, la nota discordante.

Y eso es el gran mensaje, la gran poética de ‘Los Mercenarios’ de Sylvester. La reivindicación de una época, de una generación, de un legado que reclama su lugar en el mundo. Si hubiéramos mantenido el título original, ‘The Expendables’, ahora hablaríamos de la segunda entrega de ‘Los Prescindibles’, un marco mucho más descriptivo y cautivador que el referente bélico.

La verdad es que no nos importa mucho la calidad cinematográfica ni la trascendencia filosófica de ‘Los Mercenarios 2’. Nos importa descubrir ver cómo los prescindibles se abren hueco a metrallazos en un mundo carcomido, repleto de cromas y falsedades, que añora el tiempo en el que ‘querer’ era sinónimo de poder. Yipikaiey.

Moonrise Kingdom (y II)

Mis primos tenían en la estantería de su dormitorio la colección completa de los ‘Jóvenes Castores’. Me fascinaban aquellos libros porque sus lomos, ordenados uno detrás de otro, formaban un único dibujo en el que los sobrinos de Donald extendían una tela para salvar a su tío de una dolorosa caída. ‘Moonrise Kingdom’ es la regresión de Wes Anderson (‘Life Aquatic’, ‘Fantástico Mr. Fox’, ‘Viaje a Darjeeling’) a un verano imposible que nunca sucedió pero que, probablemente, de una manera poética e incomprensible, sea más real que el de las fotografías.

Un verano protagonizado por Sam, el niño que decidió escapar del campamento de los boy scouts y aplicar todas las técnicas de supervivencia que le enseñó el Maestro Scout Ward (Edward Norton), para cruzar la isla, Summers End (“el final del verano”), de punta a punta por la única razón por la que un niño de 12 años cruzaría una isla salvaje de punta a punta: una chica.

‘Moonrise Kingdom’ guarda la misma magia evocadora que un poema: es irreal, onírica y visceral. Pero la sensación final es una composición perfecta, con una lógica antinatural y aplastante, como un recuerdo infantil. El lugar que Anderson describe se pasea por las páginas de ‘Peter Pan’ y ‘El Señor de las Moscas’, elogiando el tiempo en que la imaginación fluía como una canción sobre el tocadiscos. Y, por mucho que pueda parecer caótico, el reino de Anderson está diseñado al milímetro: cada fotograma, cada travelling, cada palabra.

La película es un precioso collage en el que Bill Murray, Bruce Willis, Edward Norton, Frances McDormand, Jason Schwartzman y Harvey Keitel bailan al son de Alexandre Desplat, compositor de una música incrustada en la película, vital y milimétrica, que convierte a los miembros de Summers End en parte de una orquesta ordenada y fantástica, como el lomo de los ‘Jóvenes Castores’.

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RED

El que fuera el empollón de la clase, me confesó, tras su primer día de trabajo, que su jefe era un inepto. “Es torpe, no utiliza los atajos en el teclado, echa cuentas en una libreta en vez de en una hoja de excel, lo tiene que hacer todo a mano y por duplicado… En serio, cuando él va yo ya vengo”. Y con esas estuvo un par de semanas. Que si él era mejor, que si le estaba dejando en ridículo en la empresa. En fin. Hasta que una noche, de cervezas, apareció con la humillación estampada en la cara: “Teníamos que cerrar una negociación. Lo hice rápido y empleé el resto de la jornada en hacer unas llamadas. A última hora, me llamó. Había revisado mi trabajo -con un bolígrafo en la mano, dos veces- y tenía un error que podría haber costado millones. Pero, ¿sabéis que fue lo peor? Que me dijo: no te preocupes, estás aprendiendo”.

La experiencia es un grado. Por eso, ver a Bruce Willis, Morgan Freeman, John Malkovich y Hellen Mirren haciendo el papel de los nuevos héroes de Hollywood, es una delicia. ‘RED’ son las siglas de ‘Red de Espías Desactivados’. Lo que viene siendo ‘espías jubilados’. Frank Moses (Willis) pasa los días en casa, llamando por teléfono a la compañía de seguros para charlar con la chica que le manda los cheques de la pensión. Joe (Freeman) se divierte como puede en una residencia de ancianos, Victoria (Mirren) descansa en una villa a las afueras y Marvin (Malkovich)… bueno, Marvin hace lo que puede para superar los diez años que pasó en un grupo militar de control de mentes. Un día, los que fueron sus colegas de la CIA irrumpen en sus vidas para intentar matarles: la pandilla vuelve al tajo.

‘RED’ es una comedia de acción magnética sustentada en el carisma de Willis y la genialidad de Malkovich, un tándem brillante que les arrancará más de una carcajada. Robert Schwentke (‘Más allá del tiempo’) sigue en su línea de dirigir películas, ante todo, entretenidas, con la extraordinaria habilidad de contentar a las parejas más desavenidas: acción, explosiones y escenas literalmente increíbles con diálogos ingeniosos, romances y grandes toneladas de humor.

En definitiva: cinta sin complejos, absolutamente divertida y que les hará recordar por qué John Malkovich es uno de los actores más talentosos del celuloide.