Efectos secundarios

Hay una escena, particularmente, que me resultó muy interesante. Es un diálogo, apenas dos tres frases seguidas que ni siquiera vemos pronunciar. La farmacéutica, recitando como si se tratara de la lista de la compra, le dice a uno de los personajes: “Estas pastillas pueden provocar ceguera, sueño, boca seca, ataques al corazón y asfixia. ¿En efectivo o con tarjeta?” Primero clamé al cielo y pensé en la barbaridad que suponía comprar el medicamento en cuestión. Luego fui consciente: lo hacemos a diario. El primer mundo. Ya saben.

‘Efectos secundarios’ es el título y el juego de palabras con el que Steven Soderbergh (‘Traffic’) combina dos de sus trabajos más exitosos de los últimos años: ‘Contagio’ y ‘Ocean´s Eleven’. Por supuesto, no estamos ante nada parecido a una comedia. Esto es un drama, un thriller psicológico, una angustia constante que, finalmente, se resuelve con un giro tras otro de tuerca. Y pese a la primera hora, trágica, la película consigue reinventarse una y otra vez para que el espectador se vea obligado a lanzar un sincero y asombrado “¡pero qué co…!”

El marido de Emily (Rooney Mara, ‘La Red Social’) sale por fin de la cárcel. Después de tantos años sola, su vida debería empezar a ser aquello que le prometieron, pero su salud se resiente. El doctor Jonathan Banks (Jude Law, ‘Sherlock Holmes’) la atenderá en el hospital y, a partir de entonces… Nada, que no digo más. Que cualquier cosa que añada les estropea la película.

‘Efectos secundarios’ es provocadora, entretenida, dramática y crítica a partes iguales. El buen trabajo de Soderbergh tras la cámara, reinventando cada plano al son de sus personajes, es un ejercicio brillante de narrativa audiovisual. Además, está el sonido: fíjense en el sonido ambiente. Un enfermizo zumbido que penetra en cada plano, como un dolor de cabeza que no se va, que insiste, que percute contra tu mundo. Como si Soderbergh nos invitara constantemente a tomarnos una pastilla.

El contagio

En las calles aún resuena el grito de victoria: no todos los días se vence a una profecía maya. ¿Se imaginan que hubiera sido verdad? Lo de los números perversos, el 21 de diciembre y todas esas pamplinas apocalípticas. ¿Saben? A veces pienso que, tal vez, necesitábamos ese final. Como en las películas, cuando pasa algo terrible e insuperable -como el fin del mundo-, pero, de una manera extraordinaria y sorprendente, los protagonistas salvan el día y conquistan una nueva esperanza.

Salgan a la calle y miren a su alrededor: estamos hundidos. La economía nos sobrepasa, pasamos las horas como habilidosos funambulistas concentrados en dar el siguiente paso dentro del fino hilo que sostiene el debe y el haber. No levantamos la vista del suelo, dejando desprotegido el cogote y facilitando el camino a la siguiente colleja traicionera. ¿Y si, como en Indiana Jones, ha llegado el momento de hacer un salto de fe y caminar por el hilo con la mirada bien alta, al frente, orgullosa?

Este 2012 ha sido un año muy difícil. Seguro que le ponen cara a la desgracia, que aún les sabe la boca amarga. Nadie se libra, y eso no es ningún consuelo. Pero no perdamos la esperanza. Hace poco, en una entrevista, un escritor me decía que ‘El Hobbit’ sería un éxito de taquilla no porque fuera una buena o mala película, sino porque la gente recurre a la fantasía para iluminar la realidad. Y repetía una y otra vez: “La imaginación es la clave, la imaginación nos ilumina, abre puertas, enseña el camino”.

El otro día, un amigo confesaba en Facebook que, tomando café, había leído una frase de Lorca en el sobre de azúcar que le pareció un magnífico tamtra: “El más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida”. Lo curioso es que en la última semana he visto esa frase repetida por todas partes, a diferentes personas, en momentos y formatos distintos. Y pienso: ¿es posible el contagio?

2013 debe empezar como el clímax de una película tremendista, como el día después del fin del mundo, como un resurgir que ordene la mirada, un salto de fe, una creencia irracional en nosotros y en la imaginación como salida. No pierdan la esperanza, aún nos queda lo mejor. Salto de Eje les desea un contagioso 2013. Feliz año.

 

Contagio

El ser humano que no puede tocar, acariciar y besar está defectuoso. Incompleto. Enfermo. La horrible sensación de que el otro pueda ser tu peor enemigo, sin saberlo, es terrorífica. No te toques la cara, lávate las manos, tápate la boca, usa unos guantes, limpia bien la mesa, mira tus cubiertos (“¡van a por nosotros!”). ‘Contagio’, de Steven Soderbergh (‘El buen alemán’, ‘Traffic’, ‘Ocean´s Eleven’) es el intenso relato coral de cómo se propaga una enfermedad mortal por todo el mundo y, con ella, el miedo, la ignorancia, la manipulación y la impotencia.

A través de los distintos personajes, Soderbergh recrea todos los estadios del virus: desde que una madre de familia se infecta (Gwyneth Paltrow), al marido que la sobrevive (Matt Damon), la investigadora que se desplaza al origen (Marion Cotillard), la especialista en gestionar crisis (Kate Winslet), el responsable del Centro de Control de Enfermedades (Laurence Fishburne), hasta el periodista freelance (Jude Law) que intenta sacar, por todos los medios, la supuesta verdad del virus.

Tres grandes ideas sostienen el guion de ‘Contagio’. Uno: seguimos siendo humanos y, por tanto, vulnerables. No hay tecnología -ni la habrá- capaz de evitarnos todos los males que pueblan la tierra. Dos: el miedo y la ignorancia sí se pueden afrontar, sí se pueden superar, siempre que estemos dispuestos a confiar en nuestros semejantes y a escuchar a los expertos; en este punto, Soderbergh da dos sonoras bofetadas: una a la homeopatía y otra a la paranoia colectiva que recorre las televisiones de todo el mundo cada vez que se da un aviso del tipo ‘gripe aviar’, ‘gripe porcina’ por culpa de cuatro conspiradores que aseguran que es un engaño de las farmacéuticas (claro que tampoco sabemos si este filme está producido por alguna gran farmacéutica, con lo que lo normal sería sospechar). Y tres: les aseguro que, al terminar, no querrán ir a ciertos restaurantes…

La parte técnica es brillante: la constante sensación de que hay una persecución en pantalla, con esa música electrónica que repiquetea en la cabeza, invitando a los personajes a mirar constantemente hacia atrás, a protegerse de algo que no vemos pero que es, en realidad, el auténtico protagonista de ‘Contagio’: el virus.

No apta para hipocondríacos.

(Y, si son tan amables, ya está feo ir al cine resfriado. Pero en esta película, tiene menos gracia aún. Que todavía estoy pensando en el prenda que teníamos en la fila de atrás estornudando cada dos por tres. Expandiendo la histeria colectiva. Eso no se hace, hombre.)

Los niños que se ponen malos

Los niños son así, geniales en su esencia. Por eso me fastidia sobre manera cuando no se les escucha. O algún adulto inepto sentencia con un “qué cosas tienes” o “estos niños”. Dicen verdades que nos superan, que no podemos explicar y, por eso, nos vamos por peteneras. Para no afrontar la única y auténtica verdad: con los años nos volvemos idiotas. El otro día, un amigo me contaba que su hijo se había puesto malo en la guardería. Al parecer, eso es algo normal en las clases de los pequeños -tienen que fortalecerse, los fenómenos-.

El caso es que de una tos a otra, de las manos de unos a las manos de otro, de un juego al siguiente, casi todos los zagales cayeron enfermos. Contagiados por un virus que les dejaba el estómago vacío y la frente ardiendo. Los pobres. Pero, claro, se fueron curando. Cuando por fin llegaron todos los niños al aula, sanos, uno de ellos le dijo a la seño que no quería venir más al cole de los pequeños, que no quería ponerse más veces malo y que si no la veía más, que le perdonase.

La seño, enternecida, le explicó que era normal ponerse malo. Que hay bichitos por el aire que están siempre a nuestro alrededor pero que, cada día nos ponemos más fuertes para que, cuando seamos mayores, no estemos malitos. La turba infante dio por válida la explicación de la maestra. Con excepción del que había iniciado la conversación. “¿Y no podríamos dejar de pegarnos los bichos?” La profesora, que vio una oportunidad de darles un mensaje que pudieran aprovechar, le respondió que la mejor manera para evitar que un bicho te ponga malo es comer todo lo que nos dicen papá y mamá: incluido la fruta, el pescado y la verdura.

“Ah -dijo el pequeño; y ahora viene lo bueno-. Y, si es tan fácil, ¿por qué no come todo el mundo bien y así matamos a los bichos?” La profesora, aturdida por la inmensa lógica del alumno, no supo qué contestar. ¿Quién sabría? Así que salió, cómo no, por peteneras: “Qué cosas tienes, es que las enfermedades se contagian de muchas maneras más”. El niño, impertérrito, terminó: “¿Y cómo se contagia la salud?”

Hoy se estrena ‘Contagio’, de Steven Sodenberg.