Verdes o Colorados

Con el tiempo he aprendido a desconfiar de todo el que tiene claro su voto desde el principio. Nunca creí en aplicar la lógica deportiva a la política, cosa que sucede con demasiada frecuencia. Tampoco creo en la política como una estética. Me revienta que se apliquen estereotipos ideológicos como si fueran una cualidad física (el hecho de llevar una camisa o un polo o zapatos; el hecho de llevar una camiseta o unos vaqueros o zapatillas). Nada es tan sencillo ni evidente. Y aceptar que en tu casa se hacen -o se han hecho- cosas mal, me parece un ejercicio sanísimo. Sin embargo, lo español va por otra línea: «la crítica constructiva no existe, o conmigo o contra mí».

Y, pese a todo, pese a que no me encuentro en esta amalgama de política carente de líderes, sí creo en el voto. Creo en votar. Creo en el acto de levantarse del sillón, salir a la calle, buscar una urna y lanzar la papeleta. Creo que lo que hacemos como grupo va por encima de lo que hagan después los políticos. Porque, a fin de cuentas, sus hechos serán los que, de alguna manera (de esa manera que es la peor de todas las opciones sin tener en cuenta a todas las demás), reflejen lo que somos.

Una sociedad que piensa lo que quiere ser demuestra salud mental. Lo contrario, dejarse llevar por la estética, porque ‘yo soy de este partido’ o por el ‘esto no sirve para nada’, es como querer tirar un muro a voces. Votar. Votar lo que sea, pero votar. Votar a conciencia. Eso es dar un martillazo en la piedra.

Me viene a la cabeza el discurso de Cantinflas en ‘Su excelencia’ (1967), que resonaba en la casa de la abuela un domingo por la tarde: «Estamos viviendo un momento histórico en que el hombre científica e intelectualmente es un gigante, pero moralmente es un pigmeo (…) Sin embargo, sé que a pesar de la insignificancia de mi país que no tiene poderío militar, ni político, ni económico ni mucho menos atómico, todos ustedes esperan con interés mis palabras ya que de mi voto depende el triunfo de los Verdes o de los Colorados».

Para volver a repetir

Ya me lo sugería Charles, hace unos años, cuando nos reencontramos después de tanto tiempo. «Volverás a repetir estas palabras», me decía. Y tanto que es así. Arranca una nueva campaña electoral y me siento tan ignorante como siempre. Qué reconfortante leer las palabras de un Dictador que, lástima, no ocupa plaza en las urnas:

«Soldados. No os rindáis a aquellos que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen qué tenéis que hacer, qué pensar y qué sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquinas, con cerebros y corazones de máquinas. Vosotros no sois ganado, no sois máquinas, sois Hombres. Lleváis el amor de la Humanidad en vuestros corazones, no el odio. Sólo los que no aman odian, los que no aman y los inhumanos.

Soldados. No luchéis por la esclavitud, sino por la libertad. El el capítulo 17 de San Lucas se lee: “El Reino de Dios está dentro del Hombre, no de un hombre, ni en un grupo de hombres, sino en todos los hombres…¡en vosotros!” Vosotros el Pueblo tenéis el poder. El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad, vosotros el Pueblo tenéis el poder de hacer esta vida libre y hermosa y convertirla en una maravillosa aventura.

En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando todos unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres trabajo y dé a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Con la promesa de esas cosas, las fieras alcanzaron el poder, pero mintieron. Nunca han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres sólo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia.

Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad. Soldados. En nombre de la democracia, debemos unirnos todos»

(Charles Chaplin, 1940. El Gran Dictador).

 

Primavera electoral

Siempre me aterrorizó la masa. No me refiero al increíble Hulk, que en según qué circunstancia también. Hablo de la masa social. La masa que comparte un único pensamiento porque es lo que toca, porque es más fácil, porque no hay que meditar, porque no exige esfuerzo. Supongo que se resume en razonar. En ser capaz de aplicar un criterio personal a los retos que se nos plantean cada día. Es como esa gente que, pase lo que pase, sabe quién ganará un debate mucho antes de que se pronuncie una sola palabra. ¿Cómo puede nadie legitimar una posición si no es capaz de ver lo bueno y lo malo que tienen los demás? ¿Cómo es posible que todo lo que diga el del bando contrario sea malo y lo del mío sea bueno? La masa.

Cada año, con la llegada de la primavera, recuerdo la película de Nima Nourizadeh, ‘Project X’ (2012), una metáfora bestial sobre el macrobotellón que, a ratos, se queda corta. No tengo nada en contra de celebrar la llegada de la primavera con un gran brindis. Sí lo tengo, como les digo, con la masa. ¿Cuántos jóvenes entenderán que pueden hacer lo que les dé la gana este viernes porque la mayoría –la masa– lo hace? Y esa es la guía para todo. Una guía zombie. Eso es: zombies. Zombies que atacan en masa un objetivo sin pensar en nada. Masas de zombies que actúan porque sí.

Me gustaría creer que, tanto para celebrar la primavera como para votar en las elecciones andaluzas, actuaremos con criterio. Deseo, de corazón, estar completamente equivocado y leer titulares que narren la muerte de la masa y el alzamiento de la razón. Pero lo cierto es que no las tengo todas conmigo.

Por cierto, ¿están viendo ya la tercera temporada de ‘House of Cards’? Yo estoy liado. Llevo unos cuantos capítulos. Y todavía sigo impresionado con el discurso del segundo episodio. Es curioso ver cómo las mentiras bien hechas construyen la verdad… Me pregunto cuántas verdades de mentira leeremos de aquí al lunes. ¿Tendremos un Frank Underwood que guíe a la masa y no lo sabemos?

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Elecciones de robots

Estaba haciendo cola para votar y apareció un robot volando. ¿Lo han visto? El gazapo imposible, digo, en la primera frase. ¿Ya? Efectivamente, nadie hizo cola para votar. Llegabas, cogías el papel, entregabas tu dni, decían tu nombre a voz en grito, te sonreían, introducías la papeleta en la urna y, media vuelta, a casa. Un minuto –minuto y medio a lo sumo– sin nadie en tu camino que pudiera entorpecer los planes del domingo. Ah, la democracia, el poder para el pueblo. Qué fantástica y solitaria experiencia.

El robot, por otra parte, entró volando a las mil maravillas. Se lo perdieron. Me lo topé cuando abandonaba el colegio electoral, justo en la puerta. Era un precioso transformer con las alas desplegadas que flotaba en el aire gracias a unos propulsores imponentes y al brazo del niño que se camuflaba entre las piernas de su padre. «¡Fiuuuuuuiiiuuuuuussshhhh…!», sonaba.

Se conoce que el señor tenía muy claro a quién votar, así que fue cuestión de segundos que saliera tras las bambalinas con el sobre ya chupeteado. Yo ya caminaba por la calle, justo por delante de las ventanas que daban al colegio electoral, cuando escuché un coro, casi al unísono, que decía «¡un robot!», acompañado de unas risas. Imaginé que el robot había entrado propulsado por el niño y su padre, y que la mesa electoral, emocionada por ver tanta actividad, coreó su entrada como si fuera un gol del Madrid en el minuto 93.

Llevaba los cordones desatados, así que apoyé el pie sobre un mojón y ejecuté una de las enseñanzas básicas que toda familia quiere enseñar a su hijo: anudar los zapatos. Segundos más tarde, el robot –y el niño y su padre– pasó volando sobre mi cabeza y vi cómo se alejaba calle arriba, adelantándome en cuestión de segundos. «¡Fiuuuuiiiussshh…!», escuché.

Deseé que el niño no dejara nunca de propulsar robots por el cielo. Y deseé, también, que el padre viera cómo su hijo aprendía, casi sin saberlo, a ejercer enseñanzas básicas.

Los idus de marzo

Escribir un discurso político exige tres elementos: ideas, pasión y carisma. Ideas claras y concisas que lleguen a la masa como una flecha que rompe el viento y golpea certera en la diana. Pasión por esas ideas para comunicarlas con fortaleza, igual que el arquero que sostiene la cuerda con rigidez. Y carisma para sonreír, guiñar y engatusar al público antes de sacar la flecha del carcaj. ‘Los idus de marzo’ es, por tanto, un maravilloso discurso político.

La fábula electoral de George Clooney engancha desde el primer minuto con un atractivo saber estar. La comunicación es el eje central de una película que derrocha filosofía a golpe de thriller. Stephen Meyers (Ryan Gosling) es el director de comunicación en la campaña del senador Morris (Clooney) a las primarias por el partido demócrata. Su talento y lealtad entrarán en dura pugna con la realidad cuando deba enfrentarse a la sociedad americana y sus corruptas tradiciones políticas.

Con una combinación magistral de diversión e interés, el relato de Clooney empapa a los actores que pululan por la pantalla como inspiradísimas figuras de un texto shakesperiano. Gosling continúa en su vereda constante e imparable hacia el éxito mayúsculo, abrigado por los fabulosos Philip Seymour Hoffman (‘Capote’) y Paul Giamatti (‘Win Win’).

Vargas Llosa explicaba que “hay veces que la mentira comporta más verdad que la misma verdad”. ‘Los idus de marzo’ es una mentira, una pantomima teatral que no versiona ni interpreta la biografía de ningún insigne político estadounidense. Pero en sus gestos, sus falacias, sus pecaminosas tergiversaciones de la realidad, esconde una verdad tan vívida como democrática: qué difícil es creer.

Y, una pequeña nota extra para periodistas, comunicadores o interesados en el campo:es una película imprescindible.

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