Elecciones de robots

Estaba haciendo cola para votar y apareció un robot volando. ¿Lo han visto? El gazapo imposible, digo, en la primera frase. ¿Ya? Efectivamente, nadie hizo cola para votar. Llegabas, cogías el papel, entregabas tu dni, decían tu nombre a voz en grito, te sonreían, introducías la papeleta en la urna y, media vuelta, a casa. Un minuto –minuto y medio a lo sumo– sin nadie en tu camino que pudiera entorpecer los planes del domingo. Ah, la democracia, el poder para el pueblo. Qué fantástica y solitaria experiencia.

El robot, por otra parte, entró volando a las mil maravillas. Se lo perdieron. Me lo topé cuando abandonaba el colegio electoral, justo en la puerta. Era un precioso transformer con las alas desplegadas que flotaba en el aire gracias a unos propulsores imponentes y al brazo del niño que se camuflaba entre las piernas de su padre. «¡Fiuuuuuuiiiuuuuuussshhhh…!», sonaba.

Se conoce que el señor tenía muy claro a quién votar, así que fue cuestión de segundos que saliera tras las bambalinas con el sobre ya chupeteado. Yo ya caminaba por la calle, justo por delante de las ventanas que daban al colegio electoral, cuando escuché un coro, casi al unísono, que decía «¡un robot!», acompañado de unas risas. Imaginé que el robot había entrado propulsado por el niño y su padre, y que la mesa electoral, emocionada por ver tanta actividad, coreó su entrada como si fuera un gol del Madrid en el minuto 93.

Llevaba los cordones desatados, así que apoyé el pie sobre un mojón y ejecuté una de las enseñanzas básicas que toda familia quiere enseñar a su hijo: anudar los zapatos. Segundos más tarde, el robot –y el niño y su padre– pasó volando sobre mi cabeza y vi cómo se alejaba calle arriba, adelantándome en cuestión de segundos. «¡Fiuuuuiiiussshh…!», escuché.

Deseé que el niño no dejara nunca de propulsar robots por el cielo. Y deseé, también, que el padre viera cómo su hijo aprendía, casi sin saberlo, a ejercer enseñanzas básicas.