El único superviviente

Una cabra se cruza en tu camino y toca morir por la patria. ‘El único superviviente’ tiene tanto de canto y honra a los soldados caídos en la batalla, como de reconfortante bofetada a los sinsentidos de la guerra. Es el terrible poder del cine bélico, quizás el género que mejor represente la incomprensible dualidad del ser humano y su innata tendencia por la contradicción. La película de Peter Berg se construye alrededor de una pequeña y minuciosa escena en la que reina la ironía: quitar una vida para salvar muchas; salvar una vida para perder muchas más.

Se reconocen como ‘hermanos de sangre’: Marcus Lutrell (Mark Wahlberg, ‘Dolor y Dinero’), Michael Murphy (Taylor Kitsch, ‘John Carter’), Danny Dietz (Emile Hirsch, ‘Hacia rutas salvajes’) y Matt ‘Axe’ Axelson (Ben Foster, ‘El tren de las 3:10’). Cuatro miembros de la unidad SEAL –cuatro bestias físicas y mentales– que se infiltran en Afganistán para asesinar a un poderoso líder talibán en 2008. Un pequeño incidente, un caprichoso choque del destino, obligará a los soldados a cancelar la misión y a jugarse su vida para escapar del territorio enemigo.

‘El único superviviente’, pese al aroma constante a ‘Call of Duty’ más que evidente, es una película excelente. Filmada con buen pulso, de manera casi documental, inoculando en el espectador la sensación constante de «nos han visto», «estamos jodidos». Con una acción silenciosa y espectacular, muy física, dolorosa y enérgica, Berg convierte a un elenco de actores brillantes en heroicas víctimas del gran drama de la humanidad.

Hasta la música, de ‘Explosions in the Sky’ y Steve Jablonsky, es fantástica. Prácticamente todo el film de Peter Berg es un acierto. Y digo prácticamente porque, por mucho que esté basada en una historia real, el título es un desaliento: ‘El único superviviente’. La película ganaría en tensión si se hubiera evitado la simpleza de niño chico. Aún así, toda una sorpresa que no decepcionará a los amantes del género y que, incluso, puede que se lleve alguna que otra nominación a los Oscar.

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Hanna

Rousseau estaba convencido de que la bondad del ser humano no depende de la corrupción que le rodea. El filósofo sostenía que la educación es el arma básica para sobrevivir a la manipulación, al delito y a la tentación de la baraja trucada. No convertirnos en tahures es cuestión de haber leído, de haber tratado, de haber sentido. Incluso, Rousseau creía en la redención del hombre a través de la empatía: la espada más afilada convertida en el escudo más recio.

Atrapada en un páramo helado, Hanna (Saoirse Ronan) desconoce qué hay más allá del invierno. Su padre (Eric Bana) le enseñó a leer, escribir y cazar. Pero también artes marciales, idiomas y balística. La adolescente es, sin saberlo, una espía perfecta. Cuando llega el momento de abandonar, por fin, el nido, ambos separan sus caminos. Él le da una única clave: “en cuanto salgamos, van a ir a por ti”. A partir de entonces comienza un peregrinaje, casi una huida permanente, hacia la verdad que esconde la pregunta: ¿Quién es Hanna?

‘Hanna’ es un cuento adulto. Un ensayo sobre la inutilidad de una educación perfecta -sobrehumana, incluso- si no va acompañada de un abrazo, de una caricia, una tarde de risas, un beso sisado o un atardecer transformando nubes en dragones. Y de libros que te hagan llorar, películas que ericen el vello, pinturas que eleven el alma, templos que empequeñezcan la figura o canciones que embelesen la lluvia. Amor y Arte, al fin.

Joe Wright cambia el drama de época y la reflexión (‘El Solista’, ‘Expiación’, ‘Orgullo y Prejuicio’), para dirigir un filme de acción al ritmo de los chicos de Chemical Brothers. Un experimento que le da muy buen resultado, convirtiendo a la película en una de las sorpresas de la temporada. Especial atención para ella, Saoirse, que se está granjeando una carrera magistral.

Más allá del tiempo

Junto a la mesita de noche, como todos ustedes, tengo una de esas fotos que siempre se miran con nostalgia y se saborean con una ristra interminable de anécdotas. De pie, junto a mis compañeros de clase, somos los reyes del curso 1998-1999. Sé a ciencia cierta que yo soy el imberbe orejón de la última fila. Pero, por más que miro, no me reconozco. A veces imagino que vuelvo al pasado y entablo conversación conmigo mismo. No tengo muy claro qué me diría, pero creo que ambos nos daríamos la mano como dos ajenos que se acaban de conocer.

Clare (Rachel McAdams) ha estado enamorada de Henry (Eric Bana), un librero de Chicago, toda su vida. Ella cree que están destinados a estar juntos, a pesar de que no sabe cuándo tendrán que volver a separarse: Henry es un viajero en el tiempo, castigado con una rara anomalía genética que le hace vivir su vida en una escala de tiempo cambiante, saltando y retrocediendo a través de los años sin ningún control. A pesar de que los viajes de Henry obligan a la pareja a separarse sin ninguna advertencia, y sin saber cuándo volverán a reunirse, Clare intenta desesperadamente construirse una vida con su verdadero y único amor.

Para Henry, el mundo es una línea intermitente que va y viene, uniendo conjuntos matemáticos que, en teoría, eran incompatibles. Mientras que todo lo que gira a su alrededor cambia a un ritmo frenético, sólo una constante marca sentido a la rutina: ella. Rachel McAdams, preciosa, es la única que, sin alterar sus agujas, recibe y despide al viajero. ‘Más allá del tiempo’ es una de las películas más conciliadores de los últimos tiempos: les encantará a ellas y, ellos, no se quejarán mucho.

Bajo la estela de un género muy peculiar (Regreso al Futuro, El día de la marmota), Bana y McAdams, muy conectados, recuerdan a los ya míticos Desmond y Penny de Lost. Protagonistas de una historia de amor a través del espacio y el tiempo obcecados en demostrar que si cambias tú, cambia el mundo. Y que son los demás los referentes que dan sentido al mágico y caprichoso ‘tic, tac’ que a unos mata y, a otros, hace eternos.