Hace mucho, mucho tiempo, en una calle muy, muy lejana, hicimos botellón. Sí, así es, lo confieso. Por mí y por todos mis compañeros. Bebíamos en una placeta y celebrábamos el cumpleaños de una amiga rodeados de pipas, botellas de cristal y vasos de plástico. Y no es que esté especialmente orgulloso del asunto -ni todo lo contrario-, pero es posible que llegáramos a emborracharnos. Venga, va, sinceridad: nos emborrachamos como el que más. Y nos lo pasamos estupendamente. Hasta que, vaya usted a saber por qué, empezó un fuego en el balcón de un edificio abandonado.
Mi amigo Jeff y yo decidimos, cívicamente, que no podíamos quedarnos con los brazos cruzados. Que podría haber un mendigo inconsciente rodeado de humo y llamas. O, tal vez, una rubia despampanante que quisiera besar al héroe de la noche que la rescatase de tal infierno. Ambas opciones nos sonaban francamente creíbles. El problema es que ninguno de los dos teníamos ningún superpoder que pudiera ayudar en una situación de estas características. Aún. Así que, inteligentes ambos, optamos por, claro, utilizar el intelecto.
“¿Cuál es el problema?”, un fuego. “¿Cómo lo combatimos?”, con agua. “¿Tenemos agua?”, no. “¿Pero qué elemento que no puede faltar en ningún botellón sí tenemos?”, ¡hielo! Y así fue como, raudos y veloces, nos dispusimos a lanzar pedruscos helados al balcón en llamas. Al poco, un okupa descontrolado se asomó por el balcón con un cuchillo jamonero en la mano clamando al cielo por el bastardo hijo de mala madre que tiraba hielos contra él y su hoguera. Después, salió a la calle y, sin soltar el cuchillo, nos preguntó por los lanzadores de hielo. Le dimos una descripción minuciosa de los dos imbéciles que habían salido corriendo hacía ya varios minutos.
Me he acordado de todo esto al leer la noticia de la jovenzuela danesa que quería celebrar su cumpleaños en paz y terminó recibiendo en su casa a 4.000 adolescentes en celo por culpa de Facebook y de los dos imprudentes que siempre desatan estas situaciones. Una muestra patente de que la realidad siempre supera a la ficción, dejando en un recreo de párvulos la exageración etílica de ‘Project X’ (Nima Nourizadeh, 2012).
No se lo tengan en cuentan. Ya saben, la juventud. La ignorancia. Todos tan atrevidos.