Vivir es fácil con los ojos cerrados (II), el quinto Beatle

Los errores son parte del milagro. Y el milagro no es más que una diminuta muesca en el calendario. La película de David Trueba es un precioso viaje a través de los errores de tres héroes de la normalidad, tres principiantes que buscan –como diría Luppi– su lugar en el mundo. O su camino, quizás. Una carretera que pasa por Almería y que encierra una verdad más grande que el legado de Los Beatles: ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’.

El día que Antonio (Javier Cámara), un profesor de inglés, se agarra los machos para conocer a John Lennon, Belén (Natalia de Molina), una joven embarazada, huye de la norma impuesta y Juanjo (Francesc Colomer), un adolescente desubicado, prueba una ruta alternativa. Esta familia pasajera nacida de la casualidad –o del destino, si gustan– construye un relato precioso que encuentra, con facilidad, la empatía del espectador.

El espíritu de ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’ es similar al de ‘Pequeña Miss Sunshine’ (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), cambiando a Alan Arkin y Abigain Breslin por Javier Cámara y Natalia de Molina. Y sin complejos, oiga: él, carismático e inspirador; ella, preciosa y entrañable (con una dulzura especial para los que ese acento nos suena tan cotidiano). Ambos encarnan una colorida gama de emociones, sin histrionismos, capaz de erizar el alma.

Si hay canciones que te salvan la vida, canciones que se gritan sacando la cabeza por la ventanilla del coche («Heeeelp!»), también hay películas que dignifican el cine. ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’ es como la música que sonaba en el coche cuando te mareabas de viaje al pueblo: «alegre y triste, alegre y melancólico».

Trueba escribe un guión que acierta por lo que dice y por lo que calla. Una armonía de vivos diálogos y silencios cómplices que conjuga la misma magia que una banda de pop. Ellos –Trueba, Cámara, de Molina, Colomer y Almería– son, sin duda, el quinto Beatle.

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Vivir es fácil con los ojos cerrados (I), el pestañeo

Si cierras los ojos un segundo y respiras hondo, el aroma a coche antiguo –ese olor a familia recocida, maletas sudorosas y humo sedimentado en las arrugas de la alfombrilla– se filtrará entre los pulmones y el estómago provocando una combustión similar a la del motor que carraspea antes de iniciar el viaje. En los asientos de atrás se soportan las curvas como un único cuerpo, encajonados hombro con hombro, creando pequeños recovecos oscuros en los que cabe un infinito de duros, canicas y pegatinas del Equipo A.

Con todas las plegarias puestas en la biodramina, toda estrategia es útil para encajar el horizonte en un barco que no vale para el oleaje: imaginar un dibujo animado corriendo por el perfil de la montaña o flotando entre las nubes; pegar la sien al cristal y dejar que el traqueteo remueva las neuronas que no hicieron los deberes; contar los segundos que separan una señal de tráfico de la siguiente…

Pero, indefectiblemente, el universo se colapsa, el aire se vicia, la barriga se contrae y el movimiento de un meñique podría originar un big bang gutural, angustioso e insufrible. El sudor se hace frío pensando en el ruido de la bolsa de plástico para vomitar que habita en el bolso, como un terrible troll que ruge escondido en lo profundo de la caverna.

El sonido de la guantera al abrirse activa los nervios. Expiras e inspiras. No se oye ninguna bolsa. Sí se escucha, sin embargo, el ‘click’ de una caja de plástico que gira sobre unos diminutos goznes. No se ve, pero sabes que es una cinta de lomo azul, con unas letras blancas que rezan ‘Greatest hits’. Cuando pulsa el botón, John, Paul, George y Ringo siguen cantando donde lo dejaron la última vez. La melodía invita a girar la manivela de la ventanilla y a dejar que el viento se ponga de nuestro lado.

Mientras recuerdas la sonrisa de aquel coche, similar a la del secundario que ha cumplido su parte del guión, abres los ojos, un segundo más tarde, y vuelves a la pantalla del cine. Hay algo mágico, alegre y triste al mismo tiempo, que hace que la película de David Trueba sea, sin serlo, parte del recuerdo. Y piensas, también, que vivir es fácil con los ojos cerrados.

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Pan Negro

Lo podría decir alto: ‘Pan Negro’ no es la mejor película española del año. Pero me apetece decirlo claro: ‘Pan Negro’ es un aburrimiento, un desastre y una completa desilusión. Lo peor que le pudo pasar a la película de Agustín Villaronga es que le dieran tantos premios en los Goya. El éxito, que ensombreció a otras historias de primerísima línea (‘Buried’, pero sobre todo ‘También la lluvia’), creó unas expectativas que, en absoluto, se acercan a la realidad. De hecho, los galardones del cine español deberían pensar en su labor de promoción y en cómo ahora los espectadores nos sentimos estafados al salir de una proyección que se las prometía como ‘El laberinto del Fauno’ en catalán y que, en realidad, es más de lo mismo. Que no les extrañe si alguien se hace la siguiente reflexión: “Si esta es la mejor para la Academia, ¿cómo de malas serán las otras?”

De ‘Pan Negro’ han podido leer cosas así: “Fábula situada en la posguerra española, en la que dos niños se enfrentan al mundo de los adultos para resolver el misterio de ‘Pitorliua’, una criatura fantástica que habita en el bosque”. Algo que difiere mucho de lo que yo vi: Drama situado en la posguerra española -donde unos son muy malos y otros, muy buenos-, en el que dos niños con traumas educacionales y dudas sobre su sexualidad sufren las mentiras de los adultos que les rodean: profesores pederastas, familiares machistas, traidores políticos, crápulas esclavistas y curas desalmados. Los infantes se enfrentarán al mito del ‘Pitorliua’, un homosexual que murió en extrañas -y nada avenidas con la educación para la ciudadanía- circunstancias.

La impotencia al llegar los títulos de crédito es desalentadora. Ahora que el cine español importaba, que la calle hablaba de él con orgullo, nos calzan, de buenas a primeras, una ‘españolada’ como las de siempre. Incluso, uno empieza a dar crédito a las voces que afirmaron que su éxito en los Goya era el resultado de las desavenencias entre Álex de la Iglesia e Iciar Bollaín, la presencia de numerosos catalanes entre los académicos y la nada desdeñable retahíla de patrocinadores públicos de ‘Pan Negro’. Una idea despreciable. Y espero que fundada en la envidia.

Esta insufrible monserga política (eso sí, el arranque es soberbio), además, se alzó con diversos premios a la interpretación. Pase el de Nora Navas, pero ni los niños son una revelación ni Laía Marull es la mejor secundaria, con una presencia en pantalla que sumará, en total, cinco minutos.

No, ‘Pan Negro’ no. Si no la vimos antes, por algo sería.

El discurso del (ex) rey

Mientras que la sala aplaudía la entrega del Goya a la mejor película Europea a ‘El Discurso del Rey’ –la llamada a conquistar los Oscar–, Internet ovacionaba la arenga de otro discurso, de otro rey. Álex de la Iglesia consiguió, una vez más, un unánime y sentido «bravo». Con el ceño fruncido y la mirada contenida, el hasta ahora director de la Academia desafió a presentes y ausentes con unas palabras memorables que se resumen en una idea: «Sin público esto no tiene sentido. No podemos olvidar eso jamás». El director de ‘Balada triste de trompeta’ se dio el gusto de recordar que el debate sobre la Ley Sinde carece de importancia si eso acarrea mala fama para con los espectadores. Contar historias y vivir –bien– de ello es un privilegio que solo se puede agradecer.

Álex fue, sin duda, el salvador de una gala lenta, pesada y atiborrada de agradecimientos insoportables. Que sí, que es su momento, pero alguien debería explicarles a los artistas que la fiesta de los Goya debe ser, insisto, un entretenimiento para el gran público. Es, por encima de todo, una plataforma para fomentar el consumo de nuestras historias. Por lo más sagrado, ¡duró una hora más de la cuenta! Vaya, es que ni con anuncios salían tan mal.

No quiero culpar a Buenafuente. De hecho, su presencia animó el cotarro bastante. Pero es innegable que no alcanzó las cotas de talento del año pasado. Curiosísimo lo de comparar una gala con la otra: hace 365 días Álex de la Iglesia era el conciliador que nos trajo a Pedro Almodóvar; hoy es la viva imagen del cisma de las descargas. Un cisma, por cierto, que supongo que ha influido en las votaciones de los académicos, porque si no quién se explica el suspenso monumental de ‘También la lluvia’ y el sobresaliente de ‘Pa Negre’.

Y para terminar me dejo lo mejor, la puntita de la barra de pan: Al próximo soplagaitas que me diga que los niños andaluces no hablan bien o que en el sur no sabemos pronunciar, le voy a mandar a tomar por donde amargan los pepinos. Marina y Francesc –actriz y actor revelación, los zagales de ‘Pa Negre’–, muy majos los dos, pero, carajo, ¡parecían ingleses! «Gracias para todos por premio, contento para premio». Lamentable. ¿Es que no se enseña español en Cataluña o qué?

Quiniela de Goya (II)

Como hay que terminar lo que se empieza, vamos con la segunda entrega de la quiniela para los premios Goya. Por lo pronto, la Academia, que es muy amante de dar buenos titulares e imágenes de esas que quedan en el recuerdo, creo que premiará a Francesc Colomer, el niño de ‘Pan negro’, como actor revelación. Si fuera por mí, el galardón sería para Juan Carlos Aduviri, el boliviano de ‘También la lluvia’. En el campo femenino apuesto por Carolina Bang en ‘Balada triste de trompeta’, más que nada porque la chica está muy de moda y le vendrá muy bien el premio para promocionar una carrera meteórica.

Uno de las estatuillas que ya doy por entregada es la de actor de reparto para Karra Elejalde, que hace un trabajo excelso como Cristóbal Colón en ‘También la lluvia’. Este premio no es negociable, digan lo que digan, yo escucharé su nombre. Y, sin mucho criterio, escojo a Laia Marull en esta categoría por ‘Pan Negro’. Aquí, por cierto, destaca la nominación de Pilar López de Ayala por ‘Lope’, siendo la única mención destacable de una -aburridísima- película que estábamos dispuestos a mandar a los Oscars… ojos para ver.

Mi banda sonora favorita es la de ‘También la lluvia’, de Alberto Iglesias, que tiene el añadido de ser una de las pocas películas de Icias Bollaín en la que la música juega un papel importante. Y para la canción, me enamoró el rollo folk y alegre de la canción de ‘Buried’, que te deja con el cuerpo cortado al final del encierro de Ryan Reynolds.

La categoría de mejor película europea me parece admirable: El discurso del Rey, El escritor, La cinta blanca y Un profeta. Todas son auténticas maravillas. Pese a lo mucho que me gustó la épica emocional de El discurso del Rey, creo que ganará ‘El escritor’, como ha hecho con todos los premios en los que ha sido seleccionada.