Tony Stark es un rico y poderoso imbécil. Un mimado prepotente que nació con los panes de otros bajo el brazo. Malcriado con una fortuna heredada, niño de papá y dependiente absoluto de Pepper Pots, mezcla de secretaria, asistente y ama de llaves de una vida desordenada y jerarquizada por la innovación armamentística. Hijo de la doble moral americana que dicta que la mejor forma de evitar una guerra es matando a los malos. Mujeriego, pendenciero y adicto a la superioridad. Entonces, ¿por qué nos gusta tanto Tony Stark? Porque, en realidad, es un perdedor. Con clase, pero un perdedor. Y, las historias de perdedores son las únicas que merecen ser llamadas ‘heroicas’.
Pese a que hace muchos años desde que Stan Lee creara el personaje de Tony Stark, realmente no le conocí hasta hace poco. Fue gracias al primer tomo de ‘Los Vengadores: Ultimates’, una versión adulta y actual del principal grupo de justicieros de la Marvel. En esta serie, Stark es un alcohólico empedernido, una enfermedad que potencia el perfil más atractivo del genio industrial: la soledad del héroe.
Stark es lo más parecido al Bruce Wayne de Gotham, pero sin la oscuridad enigmática del Hombre Murciélago. De hecho, Stark apuesta por los rojos y amarillos llamativos, colores para fardar mientras vuela con la tecnología que él mismo ha creado.
Robert Downey Jr. es, sin duda, lo mejor de la versión en la gran pantalla. El enorme ego del actor es una maravillosa baza para asentar al personaje. Downey, al igual que Johnny Depp en sus películas, ejerce un poderoso carisma que minimizó, incluso, al genial Jeff Bridges o a la elegante Gwyneth Paltrow. La cinta, sin gozar de la calidad que desprende El Caballero Oscuro, es una estupenda elección para satisfacer el entretenimiento. Y tiene uno de esos finales que te dejan con la sonrisa en la boca: “Yo soy Iron Man”.