El cine define al padre

La pregunta es sencilla, la respuesta, no tanto. El concepto de padre tiene tantos adjetivos y verbos adheridos a la palabra, que es difícil pronunciarla y no crear, en una milésima de segundo, un complejo mural de recuerdos propios y ajenos. El cine, por supuesto, aporta grandes dosis de emoción a la respuesta:

¿Qué es ser padre? Padre es inventar un juego de habilidades insondables y misterios enrevesados en un campo de concentración nazi. Es ser capaz de mostrar que detrás de la mayor de las tristezas hay una mota de luz por la que merece la pena soportar lo indecible. Es colarse en una garita y cantar a los cuatros vientos que has soñado toda la noche, que siempre cuidarás de lo imposible, que en el peor momento, en la despedida más final, serás capaz de bailar como un payaso para que las lágrimas se derramen, sin remedio, sobre una sonrisa. La vida es Bella.

¿Que qué es ser padre? Padre es ser un buen bardo. El cuentacuentos capaz de convertir las historias en medicina para el alma. El mito de una vida improbable pero más cierta que ninguna. Inspiración constante en el tecleo de un hijo que busca en su propia historia la historia que guía a la Historia. Es el reflejo de uno mismo en el tiempo: presente, pasado y futuro. Big Fish.

¿Que qué es, además, ser padre? Padre es el rey que carga con la cría hasta lo más alto de la más alta montaña y, desde las alturas, enseña a vivir. Es el portador de la herencia y el preparador de la adversidad. Es el reflejo que dibuja en las estrellas un retrato protector que marca y ordena la vocación más original. El Rey León.

¿Que qué es, por último, ser padre? Padre es una sorpresa inesperada. Una revolución para la narrativa, un disco que sigue girando en formatos de última generación. El Imperio Contraataca.

Llamada a la paz

Cada generación nace con sus propios traumas. ETA ha sido el nuestro. Nuestro miedo. Un miedo invisible, pero constante. Hemos huido como Robert Redford y Paul Newman de sus asaltantes en ‘Dos hombres y un destino’, sabiendo que los cazarrecompensas estaban detrás de la colina, pero siempre lejos, siempre intocables. Las balas han ido en una única dirección mientras nosotros sólo desenfundamos manos blancas al cielo, pidiendo al creador que este sinsentido llegara algún día a los títulos de crédito.

Cada gatillo apretado, cada amenaza, aparecía como una de esas notas que le recordaban a Guy Pearce dónde había estado la noche anterior. Un ‘Memento’ desagradable que despertaba a la ignorancia de un letargo inexistente. Las fotos de jóvenes radicales inscritos en universidades por toda España nos han hecho leer de reojo apellidos que no portaban ningún odio. No eran cylons ni replicantes. Tan injusto.

Aún resuena el escalofriante monólogo de Liam Neeson en ‘Cinco minutos de gloria’, película que relata el encuentro entre un ex terrorista del Ira y el niño que vio cómo asesinaban a su hermano, en Irlanda: “Matar a un católico era lo justo, lo adecuado, lo que había que hacer. Y por eso era fácil”. Neeson encarna la posibilidad de la redención, del cambio. De alguien que fue educado en unos valores arraigados e intransigentes y que consiguió superar la ceguera.

Hoy me siento un poco más cercano a Tim Robbins en ‘Cadena Perpetua’. El túnel que escarbamos en un rincón oscuro de la celda está a punto de ver la luz, de llevarnos lejos de los barrotes y de la esclavitud del titular. Lejos de la institucionalización. Me apetece bailar como Roberto Benigni en ‘La vida es bella’, feliz ante una muerte segura al ver que su hijo, su herencia, no sufrirá las consecuencias de su guerra.

“Eta anuncia un alto el fuego”. Si esto es un camelo, una quimera, un mundo programado por un ‘Matrix’ caprichoso y malintencionado, no me desenchufen todavía. Déjenme creer un poco más.

La película de tu vida

Sentado en el regazo de mi madre no había sonido capaz de distraerme de la nana. Tampoco arropado en la cama, mientras surcaba los mares de Nunca Jamás. O a la luz del flexo, viñeteando la marmita de Obélix. No puedo olvidar los sábados por la mañana, sentado en el brasero y poniendo la cinta de ‘El vuelo del Navegante’ en el BETA. Ni la emotiva despedida que acompañó a ‘La Vida es Bella’, un miércoles por la noche al salir de la sala de cine.

Las historias importan. Pero, a veces, el envoltorio las convierte en recuerdos personales. Y eso sí que es magia. Me gusta preguntar a la gente por sus películas favoritas para descubrir los detalles preciosos que las hicieron únicas. Sí, hay tipos que se hacen los entendidos y destacan, siempre, tópicos alabados por la crítica. Pero incluso ellos, si escarban lo suficiente, terminan honrando las tardes de verano en las que ensayaban, junto a la piscina, la patada de la grulla de Karate Kid.

Hace poco, una amiga, después de hacerle la pregunta, me contaba que tenía un especial cariño a todas y cada una de las películas del bueno de Chaplin. “Mi padre nos las ponía a menudo y me recuerdo a mí, muy pequeña, con una enorme sonrisa mientras el hombrecillo sin color se comía un zapato”. Con la vena fílmica abierta, confesó su pasión por la saga de James Bond -“las de 007 nos encantaban en casa”- y su amor por Simba: “’El Rey León es, sin duda, mi favorita de Disney”. Casi como si estuviera madurando en directo, pasó a otro tipo de motivaciones más adultas y situó como referente dos cintas: ‘Braveheart’, “la habré visto un millón de veces”, y ‘Big Fish’, “porque es preciosa”. “¡Ah, -termina- me reí mucho con ‘Que se mueran los feos’!”

Les invito a que hagan la prueba. Verán cómo cada película está acompañada por un instante preciso de su vida. Un momento que atesoran y que define el transcurrir de su tiempo. Un tiempo repleto de años y de personajes sostenidos por un gran pilar que, cada cierto tiempo, hay que celebrar.