Leer, ver y versionar

Vivo con el miedo de leer un libro que termine siendo una adaptación más. Los trasvases de la literatura al cine son la prueba fehaciente de la falta de imaginación que adolece el sector. Y también, claro, de cómo los libros -esos objetos ancestrales llamados una y otra vez a desaparecer bajo el yugo de la última tecnología- nacen en un mundo infinito.

La relación íntima entre un lector y un libro es una experiencia única que no puede extrapolarse a ninguna otra persona. Por mucho que las palabras, las líneas, los diálogos y capítulos sean los mismos, mi libro nunca será tu libro. Mi libro siempre es único. La clonación es imposible. El problema está en que el interés -y por tanto, los ingresos que generan- por pasar páginas es inversamente proporcional al de ponerse unas estúpidas gafas en 3D. Y si una novela vende ‘x’, la película conseguirá una caja exponencial.

No tengo problemas con que se hagan versiones cinematográficas de una novela. Siempre y cuando el objetivo sea contar la historia con otras herramientas y no forzar un movimiento de masas. ‘Big Fish’, por ejemplo, es una película adaptada al cine que goza de una salud formidable. Mientras que la novela es simple y poco ambiciosa, con capítulos que parecen pequeños cuentos infantiles, la película mantiene una línea argumental que engancha las fantasías de su protagonista con la imaginería de Tim Burton.

‘Harry Potter’, al otro lado, vive de la desmesurada pasión por una saga literaria que ya se sabía que daría mucho dinero, haciendo de las películas una triste sucesión de ‘cortar y pegar’ que no guarda ningún sentido para los que no hayan leído el libro.

Como les decía, ayer terminé ‘La Fortaleza de la soledad’, de Jonathan Lethem, una novela muy cinematográfica sobre dos chavales que crecen entre cómics y traficantes de droga. Conforme lo instalaba en la estantería me hacía la pregunta: ¿te dejarán dormir en paz?

George R. R. Martin

Ayer volví a la librería donde le conocí. Voy a menudo para bichear entre sus estanterías y, de vez en cuando, llevarme una nueva historia a casa. Allí he descubierto grandes personajes: el inmortal Puño de Hierro, el habilidoso Usagi Yojimbo, el sagaz Corto Maltés, la socarronería de El Escorpión… Pero solo he podido estrecharle la mano a uno de ellos: George R. R. Martin, el autor de ‘Juego de Tronos’. Porque Martin, pese a su evidente relación con el mundo real, es, ante todo, un personaje de libro: es pequeño pero grande, orondo; sus grandes y rechonchos dedos se mueven con agilidad cuando empuña la pluma, la sonrisa, tan tierna como indagadora, se convierte en el centro de atención de un rostro blanco y barbudo. Sentado en el sillón parece que se haya olvidado el casco y el hacha en algún sitio: George R. R. Martin es un enano de Tolkien. O quizás un mago.

Fue el 25 de julio de 2008. Por aquel entonces, ‘Juego de Tronos’ era una saga literaria compartida en exclusiva por los feroces lectores de literatura fantástica y algún que otro despistado más. El boca a boca transmitido en las propias librerías, de unos a otros, había convertido a ‘Canción de Hielo y Fuego’ (la primera novela) en un mito exclusivo, un club de privilegiados en el que solo se exigía una condición para entrar: leer.

Yo mismo, que llegué a Westeros gracias a la recomendación de Damián y Rubén -dos de esos lectores feroces-, insistí a amigos y familiares a darle una oportunidad a la novela: “no os hacéis una idea de lo que os va a gustar”, les decía. Muy pocos me hicieron caso (mi madre, entre ellos, que ahora debe ser la mayor experta en emblemas, títulos y genealogía de todas las familias a este lado del muro), pero los que siguieron los pasos no se arrepintieron.

La HBO fue un eslabón más. Una voz con poder que decidió colocar a Martin en el trono que merecía. La primera temporada de la serie de televisión ya ha terminado en EE.UU tras un éxito arrollador. Millones de espectadores en todo el mundo lamentan ahora la terrible espera que sufrirán hasta que se estrene la segunda parte en televisión. Otros, los menos, los que ya hemos leído más de dos mil páginas sobre los Stark, los Lannister y otras familias que aún ni sospechan, llevamos así dos años: ¿Para cuándo la quinta novela?

George R. R. Martin es un tipo entrañable. La foto, del 25 de julio de 2008, en Granada.

Leer libros

Tengo una curiosa enfermedad: apilo libros. La mesita de noche se ha convertido en una trinchera donde las novelas se hacinan, una antesala de noches pasando páginas en el campo de batalla y un preludio al resto de su enumerada vida, la estantería. Mire donde mire veo libros. Ahora mismo hay un libro en el suelo, aún con el plástico, de la última vez que Antonio -el tipo del Círculo de Lectores-, pasó por casa; hay libros junto al ordenador, camuflados entre cómics y notas escritas a mano. Debajo de la mesa, sobre unas cajas, hay libros.

Pese a lo que pueda parecer, los tengo a todos controlados. Están donde tienen que estar. ‘La fortaleza de la soledad’, de Jonathan Lethem, y ‘Sunset Park’, de Auster, están, con el resto de la tropa, parapetados bajo el flexo, para leer con calma. A la vera del teclado residen varias publicaciones de Kapuscinski, casi como parte de un hechizo inspiracional, vocacional. ‘Fundamentos del Ajedrez’, de Capablanca -me apasiona ese apellido-, está siempre a mano, por si me da por estudiar una nueva jugada o practicar la apertura escocesa contra alguno de los anónimos con los que juego por Internet. Libros, al fin.

Como podrán suponer tengo mucha lectura pendiente. Siempre, de hecho. Entre otras cosas por lo que les decía antes, la dichosa enfermedad. El sábado, Día del libro, sufrí un poderoso ataque que no pude subsanar. Casi amanecí en la librería, rodeado de un perfecto orden literario. Me encanta cuando no vas buscando nada en concreto y dejas que ojos y dedos paseen por las cubiertas, dejándote querer. Autores y libros me gritan, me seducen o incluso me amenazan. Son como los niños huérfanos de Dickens, con la mirada ensayada y la lágrima fácil. Hasta que por fin -llámenlo destino, llámenlo marketing-, un título me hipnotiza. No hay escapatoria, en unas horas estará en la mesita de noche, junto al ordenador, sobre unas cajas. Apilado junto al resto, dispuesto siempre a dar lo mejor de sí mismo, a proporcionarme unas horas de fantasía, de libertad, de esa jugosa y adictiva sensación de pasar una página de papel.

El 23 de abril de 1616 un tullido con espada y tinta dejó en su mesita una pila interminable de papeles por leer. Se conoce que también sufría la enfermedad. Lo que no deja de ser curioso, ya que él, probablemente, sea la causa de que otros la suframos. Maldito Miguel.

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