La fascinación del helicóptero

Qué difícil es desgranar la realidad sin recuperar sensaciones del celuloide. Ayer por la mañana, nada más llegar a la redacción, nos encontramos con el trágico suceso del helicóptero caído en Londres. En Vauxhall, concretamente. La sola idea de un vehículo de ese porte chocando contra una grúa y cayendo en picado junto a un supermercado, ya es imponente. El asunto es que tardamos poco en despertar ciertas suspicacias, guiados, claro, por la escasa información que vertían los diarios británicos: ¿Por qué cae un helicóptero cerca del MI6? ¿Por qué cerca de una torre de proyección internacional? ¿Es un ataque terrorista?

Lo peor es que no estábamos de broma. Al menos, durante los primeros minutos. Sí, es un golpe de estupidez, de bravuconería sospechosa que, probablemente, no nos traiga nada bueno. Pero así somos. En un momento, paseamos por nuestras cabezas las escenas de ‘La noche más oscura’, ‘Homeland’ o, incluso, ‘La Jungla de Cristal’. Esas y tantas otras, claro. Convencidos de que estábamos presenciando un maquiavélico plan urdido en una mazmorra del mal. En fin, lo que decía: ignorantes.

Pero, la verdad es que, si analizamos un poco más nuestra reacción, nuestro maniquea percepción de una tragedia humana, quizás encontremos una respuesta más interesante. Tal vez, incluso, a usted le pasó lo mismo. Tal vez abrió el navegador y vio un vídeo del fuego recorriendo las calles del centro de Londres y pensó en Bardem en ‘Skyfall’. No creo que sea una reacción de la que haya que avergonzarse, simplemente demuestra que vivimos en una sociedad donde la realidad está empapada en su propia ficción.

Lo que quiero decir es que, puede que muchos veamos la información de la calle como si fuera parte de una película. Lo que no significa que seamos unos insensibles. De hecho, puede que sea todo lo contrario. Puede que imaginar la escena, completar la fotografía o el vídeo de diez segundos que abre un periódico digital, con las emociones del cine, nos haga más conscientes de la realidad. Más conscientes de las víctimas. Más conscientes de que los auténticos héroes están haciendo la compra en el supermercado cuando cae el helicóptero. O, incluso, pilotándolo.

La voz de Victor Hugo

Era nuestra última semana en Londres después de un año de fanfarrias inglesas y pintas al son del Támesis. Así que tras pasar tantas veces por la puerta del teatro, en nuestras idas y venidas a la cafetería que nos había reunido, olvidamos nuestros ridículos sueldos al comprar tres caras entradas para ver el musical de ‘Los Miserables’ en el West End. Corría el año 2006 y hoy, casi siete años después, recuerdo perfectamente el fuerte olor de la Señora Catherine y la nobleza con la que sorbía sus mocos bajo un pañuelo de seda blanca.

La Señora Catherine se sentó a mi lado y, la verdad, a priori me recordó más a Margaret Thatcher que a la dulce abuelita en la que terminó. Era seria, estirada y con las comisuras de los labios hundidas debajo de la barbilla. Vaya, que era muy inglesa. O, más bien, lo parecía, porque en realidad era francesa. “Francesa criada en Londres”, nos dijo. Su preciosa historia empieza, creo, en 1987, cuando entró al teatro a ver el musical de ‘Los Miserables’, días antes de tener que emigrar a Francia por motivos de trabajo. “Fue tan bonito, todavía cierro los ojos y veo las caras de los actores… La obra de Victor Hugo ha sido vital para mí”.

Resultó que la señora era profesora de Literatura en la Universidad y una enamorada absoluta de ‘Los Miserables’. Fanática, creyente y adoradora del escritor francés. “Yo estuve en el Barbican Centre, hace ya muchos años y -se entrecorta la voz- pensé que nunca volvería a escuchar la voz de Victor Hugo”. Claro que ella había venido muchas veces a Londres desde que marchó a París, pero nunca había tenido oportunidad de volver al teatro: “los amigos, los hijos, los nietos más tarde. Llegué a creer que no llegaría a tiempo, pero entonces murió mi marido”.

No nos explicó la relación entre volver al teatro y su marido, pero no me costó imaginarles a los dos, veinte años atrás, disfrutando del “I dreamed a dream”, escribiendo una especie de promesa no pronunciada pero tácita en las horas. La Señora Catherine empezó a llorar nada más subir el telón y no paró hasta la última nota musical. Y, como si hubiera notado mi curiosidad, como si sintiera que debía hacerlo, se giró, tras la ovación final, para contarme su sincero amor por Victor Hugo. Llevaba mucho tiempo queriendo escribir esta historia y Tom Hooper me ha dado la excusa. Me pregunto si la Señora Catherine sigue viva; me pregunto si ya habrá comprado su entrada para ir al cine.

Attack the Block

Los ingleses son los amos en darle la vuelta a la tortilla. En buscar la perspectiva inesperada que, más tarde, otros -América- copiarán. Sucedió con ‘The Office’ en la televisión y con ‘Zombies Party’ en el cine, película que inspiró ‘Bienvenidos a Zombieland’. ‘Attack the Block’ retuerce las normas del género fantástico y juvenil: los niños no son adorables, son unos cabronazos de mucho cuidado; sí son honorables… pero sólo con los que viven en su barrio, el resto son el enemigo y pueden arder en el infierno; tienen problemas familiares… pero los superan fumando marihuana, jugando al Fifa, viendo capítulos de Naruto y atracando a jóvenes inocentes en las lúgubres calles de Londres. Son, como les decía, unos bastardos. Pero son los bastardos llamados a salvar el día.

La banda de Moses pasea por el bloque, como unos Goonies del extrarradio. Cuando menos se lo esperan, una explosión les saca de su macarra rutina habitual. Algo, un meteorito parece, ha caído sobre un coche, en la calle. Al inspeccionarlo descubren que se trata de un E.T. con el aspecto de un Gremlin y la mala uva de un Critter. La pericia de Moses con la navaja les permite cazarlo y llevárselo a casa como trofeo. Lo que no sabían, claro, es que eso desataría una invasión con aires de venganza.

El gran éxito de Joe Cornish (guionista de ‘Las Aventuras de Tintín’) como director es sostener una película de ciencia ficción con un presupuesto bajísimo. Lo es porque, en vez de resolver cada escena con una dimensión nueva o una virguería digital, recurre a la imaginación: cámaras colocadas con ingenio, atmósferas palpables y criaturas a la antigua usanza. Todo al servicio de un guion inteligente, plagado de diálogos geniales y perlas culturales engarzadas con soltura y naturalidad gracias a una pandilla de protagonistas, de actores, perfectos en su papel.

‘Attack the Block’ pone el contrapunto a ‘Super 8’ (J.J. Abrams) con un entretenimiento fabuloso. Si esto es ‘cine de serie B’, me alegro. No habrá lugar a errores sobre su calidad. Y dentro de unos años, cuando Hollywood realice algo parecido con un pastizal desorbitado, iremos al cine a verla. Mientras, como los adolescentes del bloque londinense, tendremos que usar armas prohibidas para ver ciertas películas que no merecen la atención de los distribuidores…

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Four Lions

Lo que más me impactó, nada más llegar al barrio donde iba a vivir, en Londres, fue inesperado: una señora paseando a sus hijos. Ella tapaba toda su cabeza, excepto los ojos, con un niqab, uno de esos pañuelos afganos. Claro, para alguien que ha crecido con el señor Bean y los Monthy Python en la tele, esperaba tipos con bombín, pajaritas estrechas y tés a las cinco. No una célula islamista en la puerta de al lado. Al pasar los días, descubrí que con la frase anterior estaba haciendo gala de una ignorancia supina y que no tenía derecho a acusar de terroristas a cualquier persona cuyas costumbres no entienda.

‘Four Lions’ es una comedia británica que me hizo reír. Mucho. Y eso es algo que me perturba. La película de Christopher Morris trata sobre cuatro aspirantes a soldados muyahidines que tienen un sueño en la vida: convertirse en mártires de la causa con un atentado que se lleve a muchos ingleses por delante. Sin embargo, más que cuatro mentes criminales, son una panda de ineptos, torpes y estúpidos que convierten el ‘taboo’ del terrorismo en una hilarante desfachatez, de humor negro -negrísimo- y brillantes ironías trazadas al milímetro.

El problema viene cuando eres consciente de lo que te ha hecho reír. Explota una bomba y ríes. Hay un atentado accidental y ríes. Una familia discute con su hijo sobre las ventajas de reventar tu cuerpo en un centro comercial y ríes. Un afgano rapea una canción donde se enumeran las bondades de ser terrorista y ríes. Matan a un wookie y ríes… Llega un momento, probablemente con los créditos, en los que el mejunje de experiencias se torna en gris. En bilis. Y te preguntas, ¿se puede hacer humor de todo? ¿Qué pensarán las víctimas de un atentado al ver esto?

‘Four Lions’ conseguirá que reflexione sobre más cosas de las que pueda imaginar. Y lo hace con un arma que se dispara en cualquier bando: el humor. ¿Lícito? Ese es un debate más profundo que estaría encantado de abrir. ¿Para mí? Lícito.

Por cierto, unos años más tarde de volver de Londres, puse las noticias en la tele y salía mi barrio con unas letras impresas en pantalla: “Cae una célula de Al-Qaeda en Londres”. Cosas de la vida, que es muy perra. Y muy chistosa.

Resacones

Subirte en un autobús nocturno de Londres exige un mínimo de atención que, para los foráneos, no siempre está disponible. Volvíamos de fiesta de un bareto cuasi clandestino llamado coloquialmente ‘El Pepe´s’, muy cerca de la parada de metro de Tottenham, frente a la estatua de Freddie Mercury en el Dominion Theatre. Íbamos al antro una noche al mes o así, no por su música -Bisbal no suena mejor en ningún otro meridiano-, sino porque era frecuentado por muchos españolitos -de ahí el nombre- y era un buen lugar para sentir la patria y brindar por las buenas cosas de la tierra que echábamos de menos con gente que las sabía valorar.

A las tres de la mañana, con todo el pescado vendido y un porcentaje elevado de pintas en el cuerpo, pusimos pies en polvorosa. Las distancias allí son impensables sin metro, así que pillamos el bus 25, conocido también, por cierto, como el ‘free bus’ (otro día, cuando tercie, les hablo del peligro de no pagar un autobús en la pérfida Albión).

A esas horas, conseguir sentarse en el 25 era un milagro. Lo más probable es que tocara hacer el trayecto a casa como sardinas en lata, apelmazados a otros ingleses de la periferia. Pero, allí estaban: tres preciosos asientos colocados por la gracia de Dios, vacíos, esperando a tres españolitos de rostros encendidos y mirada huidiza. Las butacas no estaban juntas, así que en la siguiente parada, una marea de hooligans entró, aislándonos en una posición cómoda, relajada y, lamentablemente, traicionera.

Nos quedamos dormidos. Fritos por completo. Caput. Con lo que la atención mínima se fue al garete acompañada de nuestra ubicación. Al abrir los ojos nos hicimos la misma pregunta: “¡¿Dónde carajo estamos?!” El bus estaba con el motor parado, con lo que supusimos que debíamos bajar. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, el conductor se había evaporado. “Aquí estamos”, dijo uno de mis compinches mientras señalaba con un dedo el nombre de la parada y con otro el mapa. ¿Muy lejos?, pregunté. “Como de Granada a Jaén, literalmente”.

El final de la historia me lo guardo, que es demasiado humillante. El caso es que hoy se estrena la secuela de ‘Resacón en las Vegas’, una comedia irreverente que nos encanta porque, de una manera u otra, habla de un lugar común.

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