Contagio

El ser humano que no puede tocar, acariciar y besar está defectuoso. Incompleto. Enfermo. La horrible sensación de que el otro pueda ser tu peor enemigo, sin saberlo, es terrorífica. No te toques la cara, lávate las manos, tápate la boca, usa unos guantes, limpia bien la mesa, mira tus cubiertos (“¡van a por nosotros!”). ‘Contagio’, de Steven Soderbergh (‘El buen alemán’, ‘Traffic’, ‘Ocean´s Eleven’) es el intenso relato coral de cómo se propaga una enfermedad mortal por todo el mundo y, con ella, el miedo, la ignorancia, la manipulación y la impotencia.

A través de los distintos personajes, Soderbergh recrea todos los estadios del virus: desde que una madre de familia se infecta (Gwyneth Paltrow), al marido que la sobrevive (Matt Damon), la investigadora que se desplaza al origen (Marion Cotillard), la especialista en gestionar crisis (Kate Winslet), el responsable del Centro de Control de Enfermedades (Laurence Fishburne), hasta el periodista freelance (Jude Law) que intenta sacar, por todos los medios, la supuesta verdad del virus.

Tres grandes ideas sostienen el guion de ‘Contagio’. Uno: seguimos siendo humanos y, por tanto, vulnerables. No hay tecnología -ni la habrá- capaz de evitarnos todos los males que pueblan la tierra. Dos: el miedo y la ignorancia sí se pueden afrontar, sí se pueden superar, siempre que estemos dispuestos a confiar en nuestros semejantes y a escuchar a los expertos; en este punto, Soderbergh da dos sonoras bofetadas: una a la homeopatía y otra a la paranoia colectiva que recorre las televisiones de todo el mundo cada vez que se da un aviso del tipo ‘gripe aviar’, ‘gripe porcina’ por culpa de cuatro conspiradores que aseguran que es un engaño de las farmacéuticas (claro que tampoco sabemos si este filme está producido por alguna gran farmacéutica, con lo que lo normal sería sospechar). Y tres: les aseguro que, al terminar, no querrán ir a ciertos restaurantes…

La parte técnica es brillante: la constante sensación de que hay una persecución en pantalla, con esa música electrónica que repiquetea en la cabeza, invitando a los personajes a mirar constantemente hacia atrás, a protegerse de algo que no vemos pero que es, en realidad, el auténtico protagonista de ‘Contagio’: el virus.

No apta para hipocondríacos.

(Y, si son tan amables, ya está feo ir al cine resfriado. Pero en esta película, tiene menos gracia aún. Que todavía estoy pensando en el prenda que teníamos en la fila de atrás estornudando cada dos por tres. Expandiendo la histeria colectiva. Eso no se hace, hombre.)

Western (y III): Valor de Ley

Lo de Jeff Bridges no tiene nombre. Esa facilidad tan pasmosa para convertir a un borracho canalla en un héroe carismático no lo consigue cualquiera. La sola presencia de su personaje llena la pantalla. Su estética, a caballo entre el cine clásico y el cómic más moderno, atrae las miradas y nubla la percepción del espectador -¿será el parche?-. El caso es que si el Western se cimenta en una honra al pasado, Henry Hathaway y John Wayne deben estar disparando al cielo, pertrechos de orgullo en el paraíso del cine: los hermanos Coen han hecho un trabajo excelso.

‘Valor de Ley’ es mucho más que un remake. Las cuatro décadas que la separan de la original ha permitido a Joel y Ethan cultivar una historia que ha ganado cuerpo, sabor y alma -y mira que la original, la de 1969, era buena-. La película arranca con paso firme: Mattie Ross (Hailee Stenifeld), una niña de 13 años, llega a la ciudad con un objetivo implacable: su padre ha sido asesinado por el cobarde Tom Chaney (Josh Brolin) y quiere venganza. Con un parloteo propio de uno de esos vendedores de remedios contra la calvicie, encuentra al cazarrecompensas apropiado, Rooster Cogburn (Jeff Bridges), que partirá en busca de Chaney con la ayuda de un Ranger de Texas (Matt Damon). Mattie, pese a la negativa de los vaqueros, se unirá a la banda para ver con sus propios ojos la muerte del villano.

Esta parábola sobre el bien y el mal se sostiene sobre la confusa línea que distingue a los héroes de las leyendas. La facilidad del género para acatar los pecados y los excesos entre los valores del protagonista favorece al mito de Coburn, que crece por escenas. Es fascinante escudriñar el desafío en el gesto de Bridges cuando un herido le pide que le ayude y él, consciente de la situación, le sonríe y le dice “que no hay nada que hacer”, al tiempo que le mete una bala en la cabeza. Y qué cabalgada final.

Los Coen consiguen que sintamos que cada personaje vive su propio viaje, su propia lucha interna, al tiempo que desenfundan contra los enemigos y la propia naturaleza. En la era digital, se cuela en la pantalla un Western con aspiraciones de clásico desde el primer minuto. Ver ‘Valor de ley’ es como sentarse en la estepa a masticar tabaco, con una hoguera caldeando las botas, con el Sol llorando naranjas, con el sombrero soñando en tabernas, con la armónica sonando de fondo.

Más allá de la vida (y III)

Una mariposa bate sus alas y un infinito universo de posibilidades se abre paso a través del caos. El detalle más minúsculo puede mover el cielo y la tierra, conjurar a los elementos para provocar una tormenta devastadora, conseguir que un libro sea un best seller o que dos perfectos desconocidos descubran que estaban destinados a cruzarse en mitad de una calle londinense.

Clint Eastwood hace de cada una de sus películas una reflexión en voz alta de los grandes temas del ser humano: el amor, la conquista, la guerra, el olvido, la inmigración… Sus cintas son capítulos de un diario muy personal que otros personajes interpretan, ya sea en un ring, en Iwo Jima, en un barrio residencial o en un campo de rugby. ‘Más allá de la vida’ tiene sabor a epílogo. Parece la carta que una voz experimentada escribe al novato que inicia la carrera. Una declaración de intenciones en la que Eastwood nos invita a pasar por alto a charlatanes y vende humos que dicen conocer el sentido de la vida para centrarnos en nuestra propia huella en el mundo: “Vive y disfruta, coño, que la muerte ya vendrá”.

En ‘Más allá de la vida’ se mezclan tres historias: una periodista que sobrevive al tsunami de Indonesia, un niño que pierde a su hermano gemelo y un parapsicólogo (Matt Damon) que tiene el don/maldición de hablar con los muertos. Tres líneas paralelas que, fruto de pequeños detalles en apariencia insignificantes (lo que Eastwood llama ‘destino’), terminarán cruzándose en un mismo punto. El guión, repleto de buenas intenciones, no goza de la magia de ‘Gran Torino’ e, incluso, el ritmo pausado de la cinta puede adormecer al espectador. Una lástima, contiene grandes reflexiones.

Sin embargo, lo que más me apasionó de la película fue el amor incondicional del personaje de Matt Damon por Charles Dickens. En concreto, una escena en la que visita la casa del escritor, dejándose empapar por los recuerdos que aún pueblan su despacho. Es, quizás, el mensaje más velado de la cinta, también el más bonito. Parece que Eastwood dijera algo así: “¿Qué hay detrás de la muerte? No lo sé ni lo puedo contar. Pero sí sé que un escritor que murió hace 140 años sigue hoy en la memoria de todos. ¿Quieres ser inmortal? Deja huella. ¿Quieres recuperar a un ser querido? No le olvides. Hagamos arte”.

Invictus (II)

Clint Eastwood sabe tanto por viejo como por diablo. Después de tantos años de carrera ha conseguido alcanzar una cima a la que todo artista aspira: no necesitar vender nada. Una película que implique a Eastwood es un marchamo de calidad que termina impregnando la cartelera con un público satisfecho.

Al tito Clint le sucede como al Mandela de ‘Invictus’, inspira. Cada palabra de Morgan Freeman es una delicia, un discurso atractivo y encantador del que no dudamos nunca. Freeman/Mandela usurpa el papel de entrenador de los ‘Springbocks’, el equipo de Rugby llamado a ganar la copa del mundo, para ser la gran metáfora de la historia: el poder de uno para cambiar el todo.

Pero sería injusto quitarle mérito al capitán del equipo, al líder que guía a los Springbocks a la victoria: Matt Damon. He de confesar mi debilidad por el actor. En los últimos años, sus trabajos camaleónicos han alcanzado -casi en todos los casos- el aplauso de crítica y público. Desde su maravillosa ‘El Indomable Will Hunting’ -con la que ganó el Oscar a Mejor Guión Original- y su carismática ‘Rounders’ -el poker siempre fue muy fotogénico. Muy cinematográfico-, ha pasado por películas que supieron combinar sus facetas más dramáticas con un físico diseñado para la acción (como la excelente saga de Bourne).

‘Invictus’ es un éxito humano. Una gran película por sus personas y por la devoción que actores y director demuestran por sus protagonistas. Es una oda a Nelson Mandela, un capítulo de la historia aún reciente que sigue siendo imprescindible. Hay muchas razones por las que debería ver ‘Invictus’: inspiración, Historia, amor al deporte, superación… Pero debería bastar con decir que es, otra vez, un éxito de Clint Eastwood.