El Castor

El mayor error de su vida no le pillará por sorpresa. No le será ajeno. Lo más probable es que usted mismo, tiempo antes de meter la pata, regaló un consejo a un amigo o a un familiar que, de haberse aplicado el cuento, le habría ahorrado la pena. Así somos: incongruentes, incomprensibles e infelices por vocación. Imaginen ahora que en el peor momento de su historia, hundido tras una racha humillante de daños autoinflingidos, algo en usted despierta. Una parte que siempre estuvo ahí -la que daba los consejos- pero que nunca estuvo dispuesto a escuchar; una parte que se impone y le ordena cómo reordenar su vida. ‘Otro yo’ que le empuja a cambiar.

‘El Castor’ es el retrato de Walter Black (Mel Gibson), un fracasado afincado a los libros de autoayuda y divanes psicológicos que no consigue salir de un constante estado de apatía. Al menos hasta que ‘otro yo’, una marioneta con forma de castor, se apodera de su mano izquierda y, de paso, de su voz y su cerebro. Lo que para muchos será, sin duda, locura, para él será el camino en busca de la felicidad. De la realización.

La película de Jodie Foster es un manjar cinematográfico. Un constante goteo de imágenes, palabras e ideas que se forman bajo un discurso complejo y atractivo. La crítica velada a la sociedad estadounidense invita a reflexionar sobre los miedos, la personalidad, la vocación y la única manera de perder la fobia a la muerte: la herencia. Herencia entendida como la huella que dejamos en el mundo, el espíritu inmortal que nos sucederá ya sea a través de lo que construimos (nuestro trabajo, nuestros descubrimientos, nuestro arte) o de nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, que siempre serán -seremos- la viva imagen de los que nos vieron nacer.

Mel Gibson borda el papel dramático más importante de su vida. Un personaje que bordea la ficción y se cuela en su propia realidad, dejando pinceladas de auténtico genio. Puro talento. Le acompañan, acertadísimos, la propia Foster (que interpreta a su esposa) y Anton Yelchin (‘Star Trek’), que prosigue con una carrera imparable.

Escuchen al castor. Un rato al menos.

Los fantasmas de Mel Gibson

El otro día, al llegar a la redacción, nos pusimos a comentar las alegrías y penurias del fin de semana. El insigne Juan Ramón nos contó que fue al cine y que se había quedado estupefacto al ver el trailer de ‘El Castor’ (Jodie Foster; se estrena hoy). Bueno, más bien, al ver la reacción de la sala: “Nadie perdió la atención ni se rió al ver a Mel Gibson con una marioneta en la mano… Tengo ganas de verla, ¡seguro que es una buena peli!”.

Luego, la conversación se centró en el bueno de Mel. Ambos coincidimos en la misma idea: es un chalado, estrafalario y su vida personal está repleta de fantasmas, pero, la verdad, es que su carrera en el cine es más que decente. Y es cierto, si hacen un repaso a su filmografía verán que ha triunfado en todas las facetas: como actor, director, guionista y productor. Además, con papeles que están en el imaginario colectivo: el teniente Riggs de ‘Arma Letal’, el carismático Mad Max y, por supuesto, William Wallace, el héroe que inspiró la épica moderna en el cine.

El asunto está en que no es un tipo fácil de querer. Borracho confeso y acusado de pegar a su mujer, sus ideas extremistas son todo un reclamo para las parodias y las críticas televisivas. Por eso, su carrera daba tumbos y ninguna productora quería tratos con él. Hasta que Jodie Foster, su amiga, le ofreció protagonizar una película sobre un hombre traumatizado que consigue salir de sus propios despojos gracias a un muñeco con forma de castor.

A falta de ver la película -yo también me muero de ganas-, tengo la sensación de que el filme es un regalo para Gibson. Uno de esos regalos que solo un amigo podría hacer, desde detrás de la bambalina, manejando hilos, ayudando a que recuperes el norte, pidiendo al mundo entero que te dé otra oportunidad. Y puede que, justo por eso, ‘El Castor’ resulte tan atractiva.

Conspiranoico

Creo que el cine me ha convertido en un paranoico. A veces me miro al espejo y veo el reflejo de Mel Gibson -en sus mejores tiempos, cuando era uno de los guapetes de moda- en aquella mediocre cinta, ‘Conspiración’, en la que cualquier noticia era la cortina de humo de algo más oscuro. Lo de la muerte de Bin Laden me tiene inquieto. Por un lado, es que no dejo de darle vueltas al asunto: “tiramos el cadáver al mar”. ¡¿Por qué diantres iba a querer nadie hacer eso?! Y todavía me extraña más de los americanos, tan aficionados a coleccionar trofeos. De hecho, me hubiera extrañado menos que un soldado se plantase en Times Square con la cabeza del terrorista clavada en una pica… a lo Braveheart.

Claro, que el supuesto cuerpo de Bin Laden esté con Ariel y Sebastián cantando aquello de ‘bajo el mar’ -una imagen que, por cierto, me resulta francamente divertida- elimina toda prueba fehaciente de su defunción. Abriendo nuevas vías de paranoia: ¿Y si el tipo que dicen que es Bin Laden no es Bin Laden? ¿Y si es uno de sus 52 hermanos? ¿Y si no es Bin Laden el que toma cangreburguers con Patricio y Bob Esponja -otra imagen memorable-? ¿Y si Bin Laden viajaba en el vuelo Oceanic 815? ¿Y si Bin Laden ha fingido su propia muerte y ahora construye viviendas de VPO en algún municipio español? ¿Y si Bin Laden nunca existió?

No crean que esta sarta de bobadas y fruslerías que acabo de escribir me salen solo con este tema. Soy firme creyente del ‘no te creas nada’. Algo que me ha traído las más sanas, constructivas y extravagantes discusiones de mi vida. La última vez, hace unas horas, también con el amigo Bin Laden. Pero esta vez bajo la influencia directa del documental ‘Inside Job’ y alguna reminiscencia del nada objetivo Michael Moore.

Imaginen que el gobierno de los EEUU tenía localizado -puede que encerrado- a Bin Laden desde hace tiempo. Las empresas más poderosas siguen sufriendo las consecuencias de las subprimes y hay que sacar pasta de debajo de las piedras. Decir que has matado a Bin Laden levanta el ánimo del pueblo. Pero si acto seguido, adviertes de un posible ataque en venganza, la industria armamentística y de seguridad privada -uno de los lobbys más influyentes-, quizás, también experimente ciertos beneficios. Es pura teoría económica. Pero, sobre todo, es pura consparanoia.

La guerra de Galloway

Uno de los trabajos que recuerdo con más cariño de la carrera fue un falso documental (no grabamos nada, sólo hicimos un esqueleto) sobre el posible origen de una Tercera Guerra Mundial. Belén Blázquez, la profesora de Relaciones Internacionales, nos lanzó el reto de analizar los puntos de conflicto en el mapa geopolítico y encontrar la que, a nuestro juicio, sería la chispa que encendería una mecha que abrasaría todo el planeta.

De aquél maravilloso desafío saqué tres lecciones inolvidables. Por lo pronto, una obviedad que suele pasarse por alto: el ser humano es capaz de hacer el mal. De elegir el mal a conciencia. Personajes como el de Nicolas Cage en ‘El señor de la guerra’ (Andrew Niccol, 2005) son muy reales. No les quepa duda: con la última locura de Kim Jong-il hay un hijo de puta que se está frotando las manos. Un decrépito fumador de puros que sobrevuela las muertes de otros como la mosca que se endulza los morros con un buen montón de mierda.

Segunda conclusión: la verdad nos hará libres. Parece que siempre ha estado ahí, que es un bien consumado en todas las sociedades, pero el ‘periodismo’ es un trabajo vital -en el más estricto sentido de la palabra-. Necesitamos de palabras, voces e imágenes que narren el tiempo. Denuncias instantáneas contra el país que decide lanzar misiles contra su vecino y testigos de la llegada de los aviones yankis.

La decepcionante ‘Cuando éramos soldados’ (Mel Gibson, 2002) tenía, sin embargo, una escena preciosa. Galloway, un periodista convertido en soldado, abandona su fusil en mitad del asedio y recupera su cámara de fotos. Un sargento le dice: “No puedes hacer fotos ahí abajo, hijo, te juegas la vida”; “soy un no combatiente”, responde. “Lo siento, aquí todos combatimos… sea como sea”.

¿La tercera? Que me gustaría ser ese periodista. Galloway. Y que hacen falta más profesoras como Belén.

Al límite

Mel Gibson es viejo. Esa fue mi primera y más sincera reflexión al empezar ‘Al límite’ (traducción exacta al castellano de su título original, ‘Edge of Darkness’). Después de tantos años sin verle protagonizar una película, sus arrugas y su expresión manida por el tiempo son inevitables. Es fácil imaginar una supuesta Arma Letal 5 en la que sus protagonistas recuerdan más a Walter Matthau y Jack Lemon que a los propios Riggs y Murtaugh.

Los cinco primeros minutos de la película me parecieron estupendos: Mientras que unos cadáveres se apilan en una fantástica fotografía nocturna, conocemos a Thomas Craven (Gibson), un policía que va a recoger a su hija al aeropuerto. Se saludan cariñosamente. Los gestos de añoranza son obvios, los propios de un hombre que no tiene nada más en el mundo. Se montan en el coche y ella se marea, vomita un poco. Al llegar a casa está un tanto pálida, enferma. Deciden ir al hospital. “Tengo algo que decirte”, le comenta a su padre. Abren la puerta de la calle y al grito de “¡Craven!” un hombre enmascarado dispara su escopeta. Huye. La hija muere en brazos de su padre. La policía va a su casa y le aconseja que no salga, que hay gente peligrosa y armada que quiere matarle. Craven, poderoso, responde: “¿Y qué crees que soy yo?”

‘Al límite’ es el remake de una serie de televisión estadounidense en la que también participó Martin Campbell (‘Casino Royale’, ‘La Leyenda del Zorro’ y llevará al cine al superhéroe ‘Green Lantern’), director que consigue crear una atmósfera de hostilidad constante que ayuda mucho a la película. Sin embargo, el guión, al intentar condesar toda la información de la serie original, lanza ideas inconexas para el primerizo que se hará preguntas que no tendrán respuesta.

Al final, da rabia la mezcla agridulce de personajes carismáticos, frases excelentes, diálogos ingeniosos, momentos intensos (recuerden el atropello, brutal) y secundarios intrigantes (Ray Winstone, muy bien) con guiños demasiado convencionales, elementos narrativos adulterados, finales predecibles y muertes que saben a dejavú. Una lástima. ‘Al límite’ podría haber sido una gran película pero se queda en una excusa entretenida para ver a Mel Gibson enfadado. Algo nada desdeñable, por otro lado, que la coloca como la mejor opción para cine y palomitas de la cartelera.