Un día sientes la necesidad de mancharte. A lo largo de los años, tus seres queridos han establecido unas fronteras indiscutibles del bien y del mal. Dentro de los límites, su protección es omnipresente; fuera son como tiburones en la superficie de la playa. Miras la frontera y sientes curiosidad por ese cementerio de elefantes, ese camino al final del verano, ese cine con forma de paraíso, ese tesoro navegando a lomos de Willy el Tuerto.
Compartes una bolsa de pipas al atardecer. No sabes cuándo empezó, pero de buenas a primeras os llamáis ‘amigo’. “Mi amigo”, aclaras. Es extraño, ¿verdad? Dos personas naciendo en universos tan inconexos terminan creciendo al mismo ritmo, en una hermandad juramentada de compinches hasta la muerte. El sol cae y habláis de hazañas inconfesables, de juguetes nuevos y de cómo le brilla el pelo a la chica que se sienta en frente. De cómo sonríe. De cómo altera tu mundo hasta marearte en el pupitre.
Y de pronto, sale natural: ¿cruzamos la frontera? Casi lo decís al mismo tiempo. ¿Te imaginas cambiar la radio del coche por un poco de Rock n’ Roll? ¿Te imaginas sobrevivir más allá de las paredes de tu casa? ¿Te imaginas triunfar donde otros han caído? ¿Qué encontraremos? ¿Qué nos cambiará? ¿Seremos capaces de volver?
Cargáis la mochila y salís de viaje, sin avisar. Camináis sin saber qué habrá, pero os alucina; la historia merecerá la pena. Cruzaréis el río de la vida que dibujó Redford, mancharéis la ropa limpia que relucía en la mañana y buscaréis en el barro el enigma que prohibieron vuestros padres. No lo diréis en voz alta, pero ambos lo pensaréis: la razón para meterte en el barro por otro, para mancharte las manos, es aprender la vida. Nadie vuelve igual.
Y ahora, hablemos de ‘Mud’ (‘barro’ en inglés), de Jeff Nichols.