Mud, seres de barro (I)

Un día sientes la necesidad de mancharte. A lo largo de los años, tus seres queridos han establecido unas fronteras indiscutibles del bien y del mal. Dentro de los límites, su protección es omnipresente; fuera son como tiburones en la superficie de la playa. Miras la frontera y sientes curiosidad por ese cementerio de elefantes, ese camino al final del verano, ese cine con forma de paraíso, ese tesoro navegando a lomos de Willy el Tuerto.

Compartes una bolsa de pipas al atardecer. No sabes cuándo empezó, pero de buenas a primeras os llamáis ‘amigo’. “Mi amigo”, aclaras. Es extraño, ¿verdad? Dos personas naciendo en universos tan inconexos terminan creciendo al mismo ritmo, en una hermandad juramentada de compinches hasta la muerte. El sol cae y habláis de hazañas inconfesables, de juguetes nuevos y de cómo le brilla el pelo a la chica que se sienta en frente. De cómo sonríe. De cómo altera tu mundo hasta marearte en el pupitre.

Y de pronto, sale natural: ¿cruzamos la frontera? Casi lo decís al mismo tiempo. ¿Te imaginas cambiar la radio del coche por un poco de Rock n’ Roll? ¿Te imaginas sobrevivir más allá de las paredes de tu casa? ¿Te imaginas triunfar donde otros han caído? ¿Qué encontraremos? ¿Qué nos cambiará? ¿Seremos capaces de volver?

Cargáis la mochila y salís de viaje, sin avisar. Camináis sin saber qué habrá, pero os alucina; la historia merecerá la pena. Cruzaréis el río de la vida que dibujó Redford, mancharéis la ropa limpia que relucía en la mañana y buscaréis en el barro el enigma que prohibieron vuestros padres. No lo diréis en voz alta, pero ambos lo pensaréis: la razón para meterte en el barro por otro, para mancharte las manos, es aprender la vida. Nadie vuelve igual.

Y ahora, hablemos de ‘Mud’ (‘barro’ en inglés), de Jeff Nichols.

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Los niños que se ponen malos

Los niños son así, geniales en su esencia. Por eso me fastidia sobre manera cuando no se les escucha. O algún adulto inepto sentencia con un “qué cosas tienes” o “estos niños”. Dicen verdades que nos superan, que no podemos explicar y, por eso, nos vamos por peteneras. Para no afrontar la única y auténtica verdad: con los años nos volvemos idiotas. El otro día, un amigo me contaba que su hijo se había puesto malo en la guardería. Al parecer, eso es algo normal en las clases de los pequeños -tienen que fortalecerse, los fenómenos-.

El caso es que de una tos a otra, de las manos de unos a las manos de otro, de un juego al siguiente, casi todos los zagales cayeron enfermos. Contagiados por un virus que les dejaba el estómago vacío y la frente ardiendo. Los pobres. Pero, claro, se fueron curando. Cuando por fin llegaron todos los niños al aula, sanos, uno de ellos le dijo a la seño que no quería venir más al cole de los pequeños, que no quería ponerse más veces malo y que si no la veía más, que le perdonase.

La seño, enternecida, le explicó que era normal ponerse malo. Que hay bichitos por el aire que están siempre a nuestro alrededor pero que, cada día nos ponemos más fuertes para que, cuando seamos mayores, no estemos malitos. La turba infante dio por válida la explicación de la maestra. Con excepción del que había iniciado la conversación. “¿Y no podríamos dejar de pegarnos los bichos?” La profesora, que vio una oportunidad de darles un mensaje que pudieran aprovechar, le respondió que la mejor manera para evitar que un bicho te ponga malo es comer todo lo que nos dicen papá y mamá: incluido la fruta, el pescado y la verdura.

“Ah -dijo el pequeño; y ahora viene lo bueno-. Y, si es tan fácil, ¿por qué no come todo el mundo bien y así matamos a los bichos?” La profesora, aturdida por la inmensa lógica del alumno, no supo qué contestar. ¿Quién sabría? Así que salió, cómo no, por peteneras: “Qué cosas tienes, es que las enfermedades se contagian de muchas maneras más”. El niño, impertérrito, terminó: “¿Y cómo se contagia la salud?”

Hoy se estrena ‘Contagio’, de Steven Sodenberg.

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