Para que exista una leyenda, exigimos una muerte. Es lo que nos ha enseñado la Historia, el Cine y la Literatura. El héroe cae derribado tras vencer al gigante y los secundarios cuentan su vida, inspirados por una lengua de fuego que les hace hablar, cantar y escribir; hasta que todos conocen su nombre, hasta que nadie lo olvida, hasta que alcanza el mito y puede descansar en un eterno parnaso de referencias culturales.
Es como cuando en las películas el capitán dice con solemnidad que el soldado cayó en acto de combate y el resto de la tropa admira en silencio el valor de su amigo, antes de morir… No es justo, maldita sea, que una heroína caiga como cualquier otro. Los héroes merecen un final digno de toda épica, con música de Hans Zimmer y fotografía de Spielberg. María de Villota lo merecía. Qué duda.
Leí la triste noticia temprano, en el móvil. Y supongo que fui otro de esos desgraciados que pensó que nadie muere por causas naturales en un hotel de Sevilla. Me imaginé lo peor. No me hagan escribirlo, ya saben a lo que me refiero. Pero me equivoqué. Pensé en ella como lo hice con James Hunt y Nicky Lauda en ‘Rush‘ (Ron Howard): amante del motor, invencible, talentosa y consciente de lo que cuesta derribar un muro.
Villota murió como lo haremos la mayoría, sin avisar. No tuvo un discurso final, unas palabras memorables que justificaran el clímax final de la película. No. Ni lo necesitó. Porque desde que la conocimos -y Dios sabe que casi todos la conocimos tras el accidente- su vida ha sido un precioso discurso de despedida. Un discurso que debería haber durado cientos de años, pero terminó a los 33. Y terminó como terminan las vidas corrientes. ¿No les parece un milagro que, después de tantas hazañas, tanta lucha, su vida terminara así? Me gusta pensar que ella volvió con el parche en el ojo para dejarnos una cosa clara: carpe diem.
Qué leyenda tan real, tan viva.