Gravity (II), un viaje en el tiempo

Del precioso mosaico de imágenes inolvidables que ofrece ‘Gravity’, hay una que justifica toda la película, el único fotograma en el que el espacio exterior queda fuera de la composición: una ecografía de Sandra Bullock. ¿Por qué? Porque mientras estudiosos y críticos mordaces describen los grandes errores científicos del film (que si el pelo no tiene gravedad, que si el sonido de no sé qué, bla bla bla…), lo cierto es que Alfonso Cuarón nos invita a contemplar el mayor espectáculo del universo: el origen de la vida.

‘Gravity’, además de una de las grandes películas del año, es una sensación. Cuarón consigue la sincronización perfecta entre Bullock y el espectador: nos mareamos juntos, lloramos juntos, flotamos juntos. La técnica, la belleza formal de una cinta sobresaliente, está a nuestro servicio a través del sobrecogimiento que produce tocar el espacio. Numerosos planos subjetivos para que no nos quede ninguna duda de que estamos ante un gran parto del que no solo somos testigos, también protagonistas.

Los 90 minutos de metraje son un proceso terrorífico y maravilloso que reinventan la única experiencia que todos compartimos y ninguno recordamos. Y, por supuesto, está el espacio, la última frontera. La Tierra reflejada en la escafandra de los astronautas, la aurora boreal iluminando la noche, el inmenso océano que, desde arriba, parece el cielo. Es precioso.

En el centro del Universo, ella, la mujer, Sandra Bullock. Un trabajo inconmensurable, acertado y difícil, que conduce toda la película. La próxima vez que me vaya a reír de ella por ‘Miss Agente Especial’, recordaré lo que me hizo sentir en ‘Gravity’.

Alfonso Cuarón fusiona el poderoso imaginario cinematográfico de ‘El Árbol de la vida’ (Terrence Malik) y el ahogo existencial de ‘Enterrado’ (Rodrigo Cortés), sin perder de vista el arma más importante del narrador: entretener. Nacer debe ser algo parecido a ‘Gravity’, no quieran perderse ese viaje en el tiempo.

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Gravity (I): Universo, silencio, mano, milagro

El Universo se extiende por un límite invisible que nos empapa. Flotamos en una burbuja donde los maullidos de Schrödinger esperan un chispazo irrefrenable, un orgasmo físico y emocional que origine el principio de todas las historias. Parece mentira que en una quietud tan nimia, tan abrasadora, exista cualquier posibilidad. Ojos verdes, pelo rizado, sonrisa traviesa.

El silencio guarda los colores más bellos de la creación. La mirada, aún perdida, refleja los ríos que se hacen océanos, los caminos que suben montañas, las ciudades que brillan en la noche más cerrada. Las voces que antes guiaban nuestros pasos, nuestros torpes intentos por iniciar algo hermoso y transcendente, algo que cambiase la vida de los que ya viven, no se escuchan más.

Agarras la mano con fuerza, como el padre que acompaña a la madre en el paritorio. No te has dado cuenta, pero estás a mitad de la película y ‘Gravity’ (Alfonso Cuarón) te estresa, te ahoga, te empuja. En vez de hablar, respetas el silencio, el instante que podría ser y no ser, el Universo que se escribe congelado en un fotograma, en una Sandra Bullock que gira sobre sí misma, anclada a un cable umbilical que la acurruca en posición fetal. Y sostienes la mano del que tienes al lado. Sientes cada apretón, cada pulso, cada latido volver a empezar.

Somos un milagro. Usted y yo. Todos. Es un milagro que estemos vivos. Que nos abramos paso por un drama tan extraordinario y que, pese a toda hostilidad, a todas las probabilidades que restan opciones a la vida, hayamos llegado hasta aquí. Es tan probable que muramos hoy que hay que intentar llegar a la noche con una buena historia que contar. Algo que nos ayude a vencer la gravedad, a dar un paso. A aprender, las veces que hagan falta, a andar.

‘Gravity’, mucho más que una película. Sigamos.

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Tan fuerte, tan cerca

Todavía no se ha escrito la última palabra del 11-S. Como les vengo diciendo, la desgracia es muy fotogénica y suele prestarse a la épica, a la emoción y al drama, por supuesto. Y no es menos cierto que la imagen de las torres cayendo, la voz de Matías Prats clamando al cielo y los ángeles que intentaron volar, pese a Ícaro, aún estremecen nuestro cuerpo. Esa línea trazada en los libros de historia constituye un principio y un final difícil de obviar para los que no pudimos separarnos de la televisión, un lazo inquebrantable que une a gente con otra gente en una extraordinaria cadena de favores.

Tan fuerte, tan cerca’ es un poderoso homenaje a las vidas que terminaron, empezaron y siguieron tras el once de septiembre de 2001. Stephen Daldry (‘Las horas’, ‘Billy Elliot’) ve en la maravillosa cohesión de un padre y su hijo (Tom Hanks y Thomas Horn) el motor perfecto para hablar de la inmortalidad humana: del amor. Un amor entendido como fuerza universal, presente en propios y ajenos.

Es cierto que la película tiene un serio problema: exceso de metraje. Varios tramos de la cinta se atragantan con facilidad y nos obligan a dudar de la lógica del relato. Sin embargo, hay dos partes que funcionan por sí solas con excelencia. Primero, la relación del niño protagonista con un entrañable y mudo anciano que interpreta con maestría Max Von Sydow. Y, segundo, el bien hilado desenlace que eriza, con facilidad –y alguna trampa-, el vello de todo cuerpo bajo la exquisita melodía de Alexandre Desplat.

Al final, de lo que se trata, es de creer. No importa en qué. Pero creer. Creer en una voz protegida en la memoria, en la magia de un papel y un rotulador, en la incomprensible pero posible confabulación del universo o, qué sé yo, en el amor de un padre y una madre a su hijo. Y viceversa.

Un sueño posible (The Blind Side)

¿Puede un hombre marcar la diferencia? Imaginen, por un momento, que nacieron para dejar una enorme huella en el mundo. Crean, sin lugar a dudas, que su leyenda será recordada por los siglos de los siglos. Acaricien, con la palma de su mano, un futuro en el que su nombre está guardado, a buen recaudo, en el corazón de otra persona. Quiero que visualicen la puerta que les da entrada a ese sueño. Un enorme portalón para el que ustedes no tienen llave alguna. Pueden empujar, gritar o, incluso, llorar. Pero la puerta nunca cederá. Llegado el momento, un tipo o una tipa aparecerán con una llave entre sus dedos, girarán el pomo y, con una sonrisa en la boca, les invitarán a seguir adelante.

«The Blind Side» no es la mejor película del año. De hecho, pongo en duda que ninguna de sus actuaciones merezca un Oscar, ni siquiera la más que correcta Sandra Bullock. La dirección no destaca. La fotografía es mediocre. La música, inapreciable. Pero, al salir de la sala, estoy seguro de que estarán impregnados de un espíritu fascinante. El clásico positivismo que invita a sonreír después de ver cualquier historia de superación.

El film de John Lee Hancock es la mejor opción veraniega para la familia, por supuesto. Para los amantes de la televisión ochentera, decir que es la versión moderna de Webster. Sólo que, en este caso, Webster no es un retaco, mide dos metros y es un deportista en ciernes.

Big Mike es un buen chico que nació en un mal lugar. Creció rodeado de pobreza, sin recibir una educación que le valiese una plaza en el instituto. Gracias a sus habilidades deportivas, un entrenador de fútbol se fijará en él y conseguirá que lo ingresen en el centro educativo. Pero no será nadie hasta que Anne (Sandra Bullock), una ricachona amante del rifle, decida abrirle las puertas de su hogar.
Muy recomendable.

Y no olviden que, algún día, sabe Dios cuando, oirán golpes, gritos e, incluso, llantos al otro lado del muro. No se olviden de abrir la puerta.

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