Del precioso mosaico de imágenes inolvidables que ofrece ‘Gravity’, hay una que justifica toda la película, el único fotograma en el que el espacio exterior queda fuera de la composición: una ecografía de Sandra Bullock. ¿Por qué? Porque mientras estudiosos y críticos mordaces describen los grandes errores científicos del film (que si el pelo no tiene gravedad, que si el sonido de no sé qué, bla bla bla…), lo cierto es que Alfonso Cuarón nos invita a contemplar el mayor espectáculo del universo: el origen de la vida.
‘Gravity’, además de una de las grandes películas del año, es una sensación. Cuarón consigue la sincronización perfecta entre Bullock y el espectador: nos mareamos juntos, lloramos juntos, flotamos juntos. La técnica, la belleza formal de una cinta sobresaliente, está a nuestro servicio a través del sobrecogimiento que produce tocar el espacio. Numerosos planos subjetivos para que no nos quede ninguna duda de que estamos ante un gran parto del que no solo somos testigos, también protagonistas.
Los 90 minutos de metraje son un proceso terrorífico y maravilloso que reinventan la única experiencia que todos compartimos y ninguno recordamos. Y, por supuesto, está el espacio, la última frontera. La Tierra reflejada en la escafandra de los astronautas, la aurora boreal iluminando la noche, el inmenso océano que, desde arriba, parece el cielo. Es precioso.
En el centro del Universo, ella, la mujer, Sandra Bullock. Un trabajo inconmensurable, acertado y difícil, que conduce toda la película. La próxima vez que me vaya a reír de ella por ‘Miss Agente Especial’, recordaré lo que me hizo sentir en ‘Gravity’.
Alfonso Cuarón fusiona el poderoso imaginario cinematográfico de ‘El Árbol de la vida’ (Terrence Malik) y el ahogo existencial de ‘Enterrado’ (Rodrigo Cortés), sin perder de vista el arma más importante del narrador: entretener. Nacer debe ser algo parecido a ‘Gravity’, no quieran perderse ese viaje en el tiempo.