Astérix y Obélix y Tintín

Seguro que conocen a alguien que tiene en su casa la colección entera de los cómics de Tintín y de Astérix y Obélix gracias a una oferta del Círculo de Lectores. Es un clásico. En casa recibíamos un par de cómics cada dos meses, uno de cada serie, y su llegada era motivo de disputas por ver quién los leía primero. Con el tiempo descubrí que hay una línea invisible que ha separado a la humanidad lectora de cómics en dos subespecies claramente diferenciadas: los sagaces de Tintín y los aguerridos de Astérix y Obélix.

Obviamente, elegir uno de los dos bandos implica ciertas cualidades y empatías entre lector y personaje. Y no es una elección sencilla. De hecho, puede que le gusten mucho ambos cómics, pero sus actos le terminarán delatando: ¿Pasa horas leyendo, investigando datos y sacando información de la gente que le rodea? Tintín. ¿Toma decisiones rápidas y lucha contra la injusticia a golpe de onomatopeya? Astérix y Obélix. ¿Se iría al fin del mundo con una libreta? Tintín. ¿Vencería a un ejército con su mejor amigo como único batallón? Astérix y Obélix.

Hasta hace poco, había un campo en el que no había discusión posible: el cine. Mientras que Tintín contaba con unas películas de animación poco cuidadas y algún que otro paseo por las pantallas belgas en imagen real, Astérix y Obélix han gozado de una mayor acogida audiovisual. Personalmente, me chiflan ‘Las doce pruebas’ y ‘La Gran Bretaña’, y, si pudiera, pondría la melodía principal de tono de llamada del móvil: tatarátatata, tatarátatata…

Este fin de semana se estrena ‘Astéris y Obélix: Al servicio de su majestad’, basada en las aventuras en Bretaña de los valientes galos. Y, la verdad, tengo hasta curiosidad por verla. De pequeño me reía mucho con la escena del té a las cinco y con los chistes sobre las costumbres ingleses. Chistes que tomé como exageraciones hasta que viví en Londres y descubrí que no iban muy desencaminados.

Venga, preparen sus pociones.

¿Y ahora qué, USA?

He visto Tintín y tú no. He visto Tintín y tú no. He visto Tintín y tú no. Ains. Prueben a repetirlo una y otra vez. Es un ejercicio catártico que, para qué lo vamos a negar, sienta de maravilla. Para los aficionados a visitar webs de cine es terriblemente emocionante ver cómo los yankis publican noticias del tipo ‘Nuevo trailer de las Aventuras de Tintín, lo último de Spielberg’ o, mejor aún, ‘Imágenes exclusivas del Uniconio en 3D’. Y es que, por si no lo saben, la película de marras se estrena allí el 21 de diciembre. Cerca de dos meses después de que nosotros la hayamos visto (añadan aquí su ‘emoticon’ favorito).

Los celebrantes de Acción de Gracias se preguntan en foros y redes sociales qué han hecho mal. Qué les ha convertido en protagonistas de una parábola sobre hijos desheredados. Qué ha llevado, maldita sea, al padre de los sueños de Estados Unidos y a su profeta, Steven Spielberg y Peter Jackson, a estrenar su última película antes en Europa que en su propia casa. El debate va más allá y ahora, encima, tienen que soportar la sorna de los piratas del viejo continente, que ya han colgado en Internet la película, íntegra, grabada con una calidad patética.

Las distribuidoras explicaron en su momento que se trataba de una excepción ya que Tintín, Milú y Haddock eran personajes mucho más queridos y conocidos en Europa y que necesitaban un empuje promocional extra en EEUU. Y digo yo: ¿no sería buen momento para replantear el asunto y descubrir, de una vez por todas, que vivimos en un mundo globalizado en el que situar fronteras ficticias anima la piratería y la degeneración de las historias?

A cambio, por cierto, ‘War Horse’, el otro estreno de Spielberg de la temporada, que ya suena en la carrera de los Oscar, llegará aquí en febrero, varios meses más tarde. Como es habitual. Con lo que, calculo, a principios de año habrá una versión bochornosa rondando la Red, ofreciendo un producto de mala calidad que sostiene un negocio de humillados y otros yonkis.

Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio

¡Rayos y Centellas! ¡Por las barbas de Zeus que esta es la más grande aventura que un marino de agua dulce pueda ver en la pantalla del mismísimo Luthier! ¡Mil millones de truenos me partan si no peleé como un coloso, corrí como un fornido atleta y vibré cual tiburón hambriento en un redil de atunes! Brindaré, ¡hasta la última gota de este Whisky!, por la pericia de Tintín, el valor desaforado de Haddock y la inteligencia sobrehumana del bueno de Milú. Por ellos y por el ave fénix que resurge de sus cenizas, por las calaveras de cristal rotas y por los mutantes mamelucos que perdieron su fe en él, Steven Spielberg. Juro por esta embriaguez inocua, ¡por los mares del tiempo y las partituras de John Williams!, que los sueños de Hergé lloran de alegría.

‘Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio’ es una preciosidad. Una divertidísima película que deja las últimas intentonas de Indiana Jones y Jack Sparrow desparramadas por las tablas de popa. Todo empieza cuando el famoso periodista belga, Tintín (Jamie Bell), compra en un mercadillo una réplica a escala de un barco de época. El navío esconde un mensaje que le llevará, sin remedio, a seguir la senda del Capitán Haddock (Andy Serkis) y los oscuros secretos de Ivanovich Sakharine (Daniel Craig) en busca del tesoro de Rackham el Rojo.

La historia es una trepidante e imaginativa sucesión de escenas que no le dejará ir ni un solo segundo. El filme atrapa desde los inspirados títulos de crédito con una combinación perfecta de humor, acción, intriga y espectacularidad. Además, está la técnica: cada -puñetero- plano es una fotografía estudiada, perfectamente hilvanada con la anterior y la siguiente, con las que Spielberg luce un talento abrumador. Puro cine. La animación es excelsa, un ejercicio de modernidad por el que merece la pena esperar treinta años. Y luego está John Williams. Ése John Williams. Compositor soberano que reclama un reino que dejó olvidado tiempo atrás. Impecable.

Ciertos críticos belgas, franceses e ingleses acusaban a ‘Las aventuras de Tintín’ de ser un experimento sin alma que olvidaba las bondades del cómic que lo vio nacer. Pamplinas. Sinceramente, creo que es pura envidia. No se llaman Indiana, Henry y Tapón. Son Tintín, Haddock y Milú. Y son la clase de personas que al abrir el cofre del tesoro no se dejan cegar por el vil metal. Son esa clase de héroes que saca el sombrero y lo coloca sobre su cabeza, imaginando nuevas hazañas, con una única pregunta en el velamen: ¿Qué tal su sed de aventuras?

Palle Huld

La mañana de aquel martes de 1928 no presagiaba ninguna aventura para el quinceañero Palle Huld. El desayuno estaba dispuesto en un estricto orden danés: un vaso de leche, cereales enfrascados, bollería suntuosa y el caldo aromático del señor Huld -su padre no soportaba el café-. Guiado por la costumbre, Palle se sentó en la silla de fieltro y abrió el periódico para husmear en las tragedias de otros. Y en sus aventuras, claro.

Cuando el primer sorbo de leche cruzaba la garganta de Palle, una fuerza sobrehumana impulsó el líquido fuera de su cuerpo, convirtiendo al zagal en un aspersor viviente. Sus brazos adoptaron la misma posición que su carismático flequillo pelirrojo, mientras que la mirada viajaba, desencajada, por unos horizontes que nadie podría esperar: “Papá. Me voy”.

El té de hierbas del señor Huld se enfrío. “¡Rayos y centellas!”, gritó. Qué padre podría beber tranquilo después de enterarse de que su hijo había ganado un viaje alrededor del mundo, durante 44 días, para conmemorar el centenario del nacimiento de Julio Verne. El tiempo voló como una página de cómic en unas manos intrigadas. El joven viajó por Estados Unidos, Japón, Alemania y Siberia. Y, cuando regresó a Copenhague fue recibido por 20.000 personas. Como un héroe.

Palle, cuando recobró el equilibrio, escribió un libro en el que narraba sus apasionantes descubrimientos -imaginen el mundo sin Internet-. Quizás, todas aquellas maravillosas experiencias contenidas en 44 días le motivaron a vivir en otras pieles. El caso es que Huld Palle se hizo actor, un trabajo con el que vivió el resto de sus días, hasta el 26 de noviembre de 2010, fecha de su muerte.

No obstante, muchos años atrás, Georges Prosper Remi, después de leer el libro de Huld, dibujó a un joven periodista llamado a disfrutar de las mieles de la eternidad. Al artista lo recordarán por su pseudónimo, Hergé.