A mí me recuerda al chiste. Sí, hombre, ese en el que un lunes al mediodía un niño pregunta a su madre qué hay para comer. La mujer responde «espaguetis» y el niño, como loco, empieza a gritar «¡bieeeeen, tooooooma, espagueeeeeetiiiiiis!» El martes, repite la pregunta y la madre, impasible, responde «espaguetis». El niño grita: «¡bieeeeen, tooma, espagueeetiiis!» El miércoles, la misma pregunta y la misma respuesta: «¡bieeen, toma, espagueeetiis!» El jueves, otra vez: «¡bien, espaguetis!» El viernes, una más: «Espaguetis, ajá». El sábado, de nuevo: «Espaguetis». El domingo, por séptimo día seguido, la madre le responde que hay espaguetis y el niño, apático, sentencia con un leve «hmm». El lunes, el zagal se acerca precavido a la madre y pregunta qué hay de comer, la madre responde que espaguetis, ante lo que el niño reacciona como una bomba: «¡bieeeeen, tooooooma, espagueeeeeetiiiiiis!»
Eso, amigos míos, es lo que sucede con ‘Transformers’: un mal chiste que va a durar hasta que alguien destruya la olla. Me imagino a Michael Bay, tumbado en su sofá confeccionado con billetes de cien dólares, hablando por teléfono con un gerifalte de Hollywood: «¿Que no tengo huevos de hacer la cuarta parte de Transformers? ¡Me sobran! Y además, voy a sacar dinero a espuertas, ya verás, ya».
Hace unas semanas se estrenó en Estados Unidos ‘Transformers 4: La era de la extinción’. Y, efectivamente, ni Mark Whalberg ni leches, la película ha recibido una somanta de palos memorable; críticas de divertidísima lectura que dejan la cinta como una pantomima de sí misma. Pero, sin embargo, ojo al dato, la cinta de Bay ha reventado la taquilla. A lo bestia. Millones y millones de dólares. Hala.
¿Por qué? Porque el mundo está lleno de seres insensatos que irán al cine, a sabiendas del revoltijo cinematográfico, encantados de pagar su entrada. Gente que encuentra en este tipo de cine una extraña manera de ocupar las horas y, encima, entretenerse pese al nefasto resultado. Gente como yo, qué demonios. No tengo remedio. ¡Espaguetis!