No habrá paz para los malvados

No hace falta una buena razón para ser un hijo de puta. Puede que baste con unas copas de más. Con la mezcla suficiente del olor a fritanga, cubatas cargados y prostíbulos de mala muerte. Tal vez -y sólo tal vez-, el bang de una pistola tras una carcajada canalla y visceral sea consecuencia de una mala decisión. Y no de una conjura poética entre buenos y malos. Como en el viejo Oeste, la línea que separa ambos bandos se borró hace tiempo por huellas que van y vienen sobre arena, pólvora y sangre. Todos, sin excepción, encontrarán el mismo destino al final del horizonte. Pero sólo unos pocos, los elegidos, lo harán en paz.

Enrique Urbizu (‘La Caja 507’) dirige ‘No habrá paz para los malvados’, un peliculón de cine negro con destellos del mejor Western que impregna el paladar con una sabrosa sensación a clásico. El guion, repleto de matices, hilvana, con pulso constante pero contenido, la decadencia de Santos Trinidad (José Coronado), un vaquero que bajará a los infiernos con la escopeta cargada y dispuesta a llevarse a todos los demonios que le interrumpan en su camino.

Santos, al igual que el Malamadre de ‘Celda 211’, es un personaje hipnótico, de palabras medidas, exactas y brutales, que perfila un antihéroe carismático y memorable. Coronado, al igual que Tosar, borda al personaje con una interpretación brillante cuando habla -casi siempre para maldecir, insultar o desafiar- y cuando calla -gestos, angustias, puños, muecas-.

‘No habrá paz para los malvados’ es, al fin, la respuesta que Jack Nicholson nunca encontró a su pregunta (“¿Has bailado alguna vez con el demonio a la luz de la luna?”), un esfuerzo que hay que agradecer, que sube la nota media del cine español y que deslumbra en lo técnico y en la narrativo. Y que, al terminar, con las letras aún impresas en la pantalla, nos obliga a dudar, a formular una cuestión que repicará en nuestra cabeza sin remedio: ¿Por qué aquel día -aquel triste día- no habría un hijo de puta como Santos Trinidad?

Blackthorn (II)

El último fotograma de ‘Dos hombres y un destino’ (George Roy Hill, 1969) congelaba las vidas de Butch Cassidy (Paul Newman) y Sundance Kid (Robert Redford) a una eternidad en blanco y negro. Inmortales para el cine, la imaginación colectiva les concedió una muerte con todos los honores, épica y trascendental. Una poderosa metáfora visual para describir lo que es y lo que supone la amistad.

Cuarenta y dos años más tarde, Mateo gil (‘Nadie conoce a Nadie’, ‘Ágora’ -guionista-) rinde un sentido homenaje a lo que tal vez fue y nunca sabremos. Según ciertos rumores, Butch y Sundance -dos bandidos históricos- sobrevivieron al tiroteo de Bolivia, consiguieron escapar y pasaron sus últimos años en Suramérica. Pero claro, ya que sus nombres estaban pegados bajo enormes carteles de ‘Se Busca’, utilizaron identidades secretas. James Blackthorn sería el otro Butch Cassidy; y la película de Mateo Gil, su otra historia.

El cine español guarda pequeños destellos que, por lo visto, hay que subrayar con sangre para que el gran público se cerciore. ‘Blackthorn’ es uno de los grandes estrenos del verano -quizás del año-, un ejercicio alquímico para resucitar el western más palpable, estético y cinematográfico. Un relato sostenido por un guion que parece escrito por el mismísimo Cassidy, una dirección brillante y un equipo artístico tan mágico como la triada más temible del lejano Hollywood. Sam Shepard y Nikolaj Coster-Waldau (Jaime Lannister en ‘Juego de Tronos’) bordan la estela de Paul Newman, y Eduardo Noriega y Stephen Rea espléndidos en la segunda línea del tiroteo.

Sin complejos. Sin envidias. ‘Blackthorn’ planta cara a la mismísima ‘Valor de Ley’ a lo largo de sus 90 minutos de puro talento. Es un ensayo sobre la soledad, la muerte, el olvido y, por supuesto, la amistad. Al terminar, con el sabor a whisky, el aroma del desierto y el borboteo de la sangre aún presentes, sabrán que las leyendas no se congelan, que siempre que haya dos hombres, habrá un destino por el que cabalgar.

Mateo Gil, bravo.

Blackthorn (I)

El silencio se orquesta con las pisadas de un caballo al trote, el crujir de la madera en una hoguera al caer la noche, la pólvora que tentó la suerte y que hoy te dejó vivir. Bajo un sombrero henchido en cicatrices, entras en comunión con los naranjas del cielo y los azules del tiempo: el aroma recuerda a tu primer robo, unos tristes vaqueros que prometiste pagar algún día; el sabor del whisky a la vez que ligaste con la bailarina equivocada, hija del tipo que te debía pagar; el borboteo de las piernas, como si la sangre no encontrara su sitio, a los hijos de puta que aún te persiguen, que han puesto precio a tu cabeza, que te obligan a dormir a la intemperie. Que te desean la muerte.

“La muerte”. Pensar en ella es como recordar a una vieja amante a la que prometiste no volver a meter en tu cama, sin remedio. Resulta curioso: matar es ganar, morir es perder. Pero el proceso es el mismo. No conocerás a ningún hombre que sepa describir lo que se siente al hundir el gatillo. Ninguno es consciente de la verdad tan absoluta que se dispara con cada chasquido. Porque nadie vive en el Oeste, todos sobreviven. Es una partida de cartas en la que te juegas los cuartos con cuatro tipos que esperas sean peores tahúres que tú.

Y cuando sabes que vivir o morir es cuestión de suerte, la sonrisa socarrona se torna en un duelo constante. Las frases no se acortan, los insultos no se endulzan, los piropos no mienten. Porque si la muerte siempre te persigue -bajo la torre del reloj, en el banco, en las serpientes del desierto, en la sed de la travesía o aquí y ahora, en la intemperie-, ¿qué sentido tiene temerla? “Teme al olvido, chico. Teme a que seas una sombra más que pasó de largo”, le dices.

“El miedo”, repites mientras miras a tu lado y te haces valiente. La amistad es lo más grande que hay en el mundo, lo que transforma el aroma, el sabor y el borboteo en un tesoro incalculable. Si el amanecer me trae la muerte, mi amigo, mi compinche, mi hermano, empezará mi leyenda. No sé si somos Butch Cassidy y Sundance Kid. Pero qué quieren que les diga, la muerte me pillará cabalgando. O riendo. O brindando por una vida plena.

Western (y III): Valor de Ley

Lo de Jeff Bridges no tiene nombre. Esa facilidad tan pasmosa para convertir a un borracho canalla en un héroe carismático no lo consigue cualquiera. La sola presencia de su personaje llena la pantalla. Su estética, a caballo entre el cine clásico y el cómic más moderno, atrae las miradas y nubla la percepción del espectador -¿será el parche?-. El caso es que si el Western se cimenta en una honra al pasado, Henry Hathaway y John Wayne deben estar disparando al cielo, pertrechos de orgullo en el paraíso del cine: los hermanos Coen han hecho un trabajo excelso.

‘Valor de Ley’ es mucho más que un remake. Las cuatro décadas que la separan de la original ha permitido a Joel y Ethan cultivar una historia que ha ganado cuerpo, sabor y alma -y mira que la original, la de 1969, era buena-. La película arranca con paso firme: Mattie Ross (Hailee Stenifeld), una niña de 13 años, llega a la ciudad con un objetivo implacable: su padre ha sido asesinado por el cobarde Tom Chaney (Josh Brolin) y quiere venganza. Con un parloteo propio de uno de esos vendedores de remedios contra la calvicie, encuentra al cazarrecompensas apropiado, Rooster Cogburn (Jeff Bridges), que partirá en busca de Chaney con la ayuda de un Ranger de Texas (Matt Damon). Mattie, pese a la negativa de los vaqueros, se unirá a la banda para ver con sus propios ojos la muerte del villano.

Esta parábola sobre el bien y el mal se sostiene sobre la confusa línea que distingue a los héroes de las leyendas. La facilidad del género para acatar los pecados y los excesos entre los valores del protagonista favorece al mito de Coburn, que crece por escenas. Es fascinante escudriñar el desafío en el gesto de Bridges cuando un herido le pide que le ayude y él, consciente de la situación, le sonríe y le dice “que no hay nada que hacer”, al tiempo que le mete una bala en la cabeza. Y qué cabalgada final.

Los Coen consiguen que sintamos que cada personaje vive su propio viaje, su propia lucha interna, al tiempo que desenfundan contra los enemigos y la propia naturaleza. En la era digital, se cuela en la pantalla un Western con aspiraciones de clásico desde el primer minuto. Ver ‘Valor de ley’ es como sentarse en la estepa a masticar tabaco, con una hoguera caldeando las botas, con el Sol llorando naranjas, con el sombrero soñando en tabernas, con la armónica sonando de fondo.

Western (II): El tren de las 3:10

Agazapados detrás del muro, las balas del otro parece que se hacen más grandes. El crujir de la madera activa cada músculo, cada nervio; el onomatopéyico sonido del disparo aviva la adrenalina y te hace sentir poderoso. A nuestro alrededor no queda nadie. Todos los que juraron proteger el fortín habían caído, fulminados, por las balas del enemigo. Eran más y nos tenían rodeados, no había duda: estábamos abocados al fracaso. Entonces, justo cuando el cerco se estrechaba sobre nosotros, cuando más conscientes fuimos de nuestra derrota, nos miramos cómplices para dedicarnos una sonrisa socarrona. “Fue un placer”, dije. “Caeremos luchando”, dijo. Y salimos corriendo y gritando y maldiciendo, con nuestras pistolas por delante… Por suerte, ni éramos Butch Cassidy y Sundance Kid ni las balas eran reales. Eso sí, no quedó hueco sin pintura.

El Western es una conjunción de metáforas profundas de cada instante de la vida. Incluido el último suspiro. Es tan sencillo vibrar con la última escena, en la que sabes que el vaquero va a morir. Pero que en lugar de acobardarse, de pedir clemencia, desafía a su propio destino y enfrenta a todos sus fantasmas para hallar una vida más rica o una leyenda imborrable.

Uno de los últimos remakes que devuelven la fe en el cine fue ‘El tren de las 3:10’, un western brutal con dos actores sensacionales: Russel Crowe y Christian Bale. Por alguna extraña razón, los buenos actores sacan algo a lo que no nos tenían acostumbrados en los westerns. Es cierto que Crowe suele desarrollar bastante su faceta de gallito de corral. Pero son tantos los matices de su personaje, en esa escena final, en la que decide ayudar al propio Bale a que le meta en el tren que le llevará a la terrible prisión de Yuma. Y no lo hace porque desee ir a la cárcel, ser azotado y perder la vida en el más lúgubre de los olvidos. Le ayuda porque, como todos los grandes personajes del Oeste, aunque robe, mate y decida obviar las leyes impuestas, se deja guiar por las acciones. Por las voluntades. Por las pasiones. Y el ladrón más buscado del lejano Oeste sabe que ninguno de los miembros de la banda que lidera, los mismos que están intentando rescatarle, merece tanto su respeto.

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