Blue Jasmine

Ella lo tenía todo. Las joyas de su cuello brillaban con la prepotencia del que se sabe ganador. Su risa, parte de una horrible y aguda coreografía de hienas. El dinero en el banco brotaba como palomitas de maíz; y el glamour, las fiestas y los martinis con florituras de limón eran las horas extra de un trabajo fresco en verano y cálido en invierno: el placer. A su alrededor, el mundo sacaba músculo para sobrevivir mientras ella gastaba miles de euros en bolsos extravagantes y casas lujosas. Su arte era la mentira, la apariencia y la cuchillada. El lastre del resto. La rémora de todos. Un negocio por encima de nuestras posibilidades. Ella lo tenía todo y lo perdió todo. Cate Blanchet (‘El aviador’) la interpreta y ella es la crisis. Ella es ‘Blue Jasmine’.

La última película de Woody Allen es un regalo. Una maravilla narrativa sin artificios: cine por el cine y para el cine. El director de ‘A Roma con amor’ glorifica el arte del diálogo y los recursos de una vida para esculpir un personaje que es fiel reflejo de una sociedad contradictoria. ‘Blue Jasmine’ funciona como una catarsis para todos los que vimos recortadas nuestras ambiciones por una crisis financiera e inmobiliaria que ni siquiera entendimos.

‘Blue Jasmine’ tiene que definirse como drama. Un drama entretenido y con facilidad para la risa, pero drama, sin duda. La película es, a su manera, un viaje en el tiempo como el de Owen Wilson en ‘Medianoche en París’. Dos líneas temporales brillantemente mezcladas en las que una quijotesca Jasmine sufre el antes y el después de un momento crucial en su vida (¿cuál? ¡vayan a verla!). A su lado, su fiel escudera y hermana adoptiva, Ginger (Sally Hawkins, ‘An Education’), hace lo posible por arreglar su mundo y, de paso, el de todos los demás.

La extraordinaria repelencia de Jasmine solo es comparable al talento inapelable de Blanchet, candidata directa a todos los premios de actuación que existan. Es divertida, extrema, entrañable y odiosa. Todo al mismo tiempo. Y, aunque a su lado quede empequeñecida, Hawkins hace la réplica a las mil maravillas. Ambas sostienen una de las mejores películas sobre la crisis y uno de los grandes éxitos cinematográficos del año.

‘Blue Jasmine’, sin duda, lo tiene todo.

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A Roma con amor

Roma es, haya o no haya ido, el lugar al que más tarde se referirá como un instante. Como el prólogo de los errores más importantes, graves y bellos de su vida. Roma es el misterio original del que nace y del que muere, el chispazo del romance, los cimientos de la locura y la fotografía que abre las puertas que nunca llegaron a cerrarse. Un latir sinfónico y rebelde que acomete la conquista del tiempo con la solidez de la piedra y la fragilidad de la rosa. Roma es tan consciente del drama y la comedia que ordenan el universo como cualquier otra parcela de la Tierra. Pero Roma, a diferencia del resto, es dueña de su risa.

‘A Roma con amor’ dibuja sobre el colosal lienzo italiano -qué bonita sale la ciudad- cinco historias que rondan, a su manera, el mismo tema: el día que todo cambió. Así como el soldado revive los estallidos y la guerra al volver al campo de batalla, Woody Allen sitúa en Roma, la ciudad eterna, el origen primigenio del chasquido que desvió la historia -cada cual la suya-, la decisión que nos tornó en rebeldes de lo establecido. O en todo lo contrario.

¿Quién no sueña con ser cantante cuando escucha su voz en la ducha? ¿Y si un día fuera tan famoso que su sola presencia alterara el orden de las cosas? ¿Eligió al amor de su vida o a la persona que era más razonable? ¿Mereció la pena aquella erótica aventura que nunca jamás contó a nadie? ¿La muerte empieza con la jubilación?

Y toda esta amalgama de filosofía profunda y dramatismo existencial, irónicamente, se presenta como una estupenda comedia que no borra esa sonrisilla que deja el fino y bien hilvanado humor de Allen. Porque todos los personajes, y sus fobias y paranoias (Roberto Benigni, Alessandro Tiberi, Alec Baldwin, Alessandra Mastronardi, Jesse Eisenberg, Penélope Cruz, Ellen Page), son versiones esquizofrénicas del propio Woody Allen. Y todos a merced de Judy Davis, que interpreta a la mujer de Allen, una psicóloga retirada.

Sobre la reflexión final de la película, genial, pronunciada por un chófer sin importancia, hablaremos otro día. Que no se la quiero estropear. Mientras, sigamos escuchando el “volare, uo-oh, cantare, uo-oh-oh”.

 

 

 

Medianoche en París

París es eterna y su lluvia fría, ése fue mi pensamiento mientras paseaba por los Campos Elíseos, insultando a un suelo tan carismático con unas vulgares zapatillas azules que calaban en todos los charcos del precioso corazón de Europa, un corazón tan rojo como la sangre que bombea por todos sus rincones susurrando historias a quien quiere escucharlas, historias veraces y puras, porque si son veraces, veraces como los puños de Hemingway clavando su pupila en una ciudad extraña pero también hermana, son importantes, tanto como cualquier otro tema u otra melodía, una al piano, clavando un ritmo que gotea con aliteraciones de Cole Polter que insinúan que nos enamoremos, que hagamos como el resto de los seres vivos que viven de verdad, veraces, y que hagamos el amor tan apasionados que descubramos que hasta entonces nunca estuvimos vivos porque nunca nos sentimos capaces de vencer a la muerte y sobrevivir al olvido, como una poesía de Elliot que reverbera en el pincel de un Dalí que perfila el último rinoceronte que cabalga por la imaginación de Buñuel, un tipo que veía colores en blanco y negro y que, como el resto de almas que una vez pulularon a la sombra del Arco del Triunfo murió de lo suyo, del tiempo, ahogado por los granos de arena, porque nadie se escapa del desierto, ni siquiera el escritor que teclea el instante en el que subió una colina y sacó el fusil y miró a su compañero para descubrir que le habían dado y pensó “qué puta es la guerra” y perdió la mirada en las nubes -con formas de rinoceronte- para no mirar a la sangre del enemigo, al otro lado de la trinchera, cuando su bala, siempre certera y bien afinada, diera de lleno entre ceja y ceja, las mismas cejas que un día enarcaría al descubrir, frente al mar, que su reflejo en las ondas verdes era el de un viejo de verdad, unas ondas que despiertan la imaginación y te invitan a pensar, aún sentado en la butaca de un cine -en otra ciudad, en otro momento-, perdido en la ondulaciones de la nariz de Owen Wilson, que las historias se hacen grandes cuando las voces que las cuentan, sean o no Woody Allen, tienen luz propia y brillan como la Eiffel, porque París, al fin, es eterna en el tiempo, eterna como el arte que la impulsa, eterna como un párrafo sin aliento que no acepta un punto de separación.

Y eso es lo que tengo que decir de ‘Medianoche en París’.

Owen Wilson

Es uno de mis actores favoritos y, la verdad, no tengo muy claro por qué. Owen Wilson es un tipo estrafalario, desgarbado y repleto de fantasmas. Su paso por el cine no está coronado por ningún taquillazo ni destaca por su atractivo o su infinita vida social. Su expresión de engaño constante, de ‘te digo una cosa y pienso otra’, de tahúr pueblerino, le confiere un carisma original. Tal vez humano. Pero, sobre todo, de perdedor.

Creo que la película con la que terminó de embaucarme fue ‘Life Aquatic’, sensacional obra maestra protagonizada por Bill Murray y dirigida por su colega Wes Anderson. De hecho, el tándem Wilson-Anderson fue el motor de la genial ‘Los Tenenbaums’, una tragicomedia que fue nominada a mejor guión original en 2001.

Su sola presencia enriquece proyectos tan raros como él: ‘Viaje a Darjeeling’, ‘Zoolander’, ‘Fantástico Mr. Fox’, ‘Los padres de ella’… Incluso en las chorradas monumentales en las que a veces se cuela me cae en gracia: ‘Starsky y Hutch’, ‘Los rebeldes de Shangai’ o ‘Marmaduke’.

En agosto de 2007, Wilson intentó suicidarse. Pocos días más tarde, a sabiendas de que su cordura estaba en juego, rogó a la prensa internacional que le dejaran curarse. Que necesitaba intimidad, tiempo y espacio. Sus allegados dicen que a partir de entonces nació un nuevo Owen que culminó el pasado mes de enero, cuando se convirtió en padre.

Una película de Woody Allen implica un profundo estudio del ser humano. Diálogos cómicos para explicar tragedias, para filosofar de la vida. Owen Wilson protagoniza ‘Medianoche en París’. Y me muero de ganas de verlo. Estaba tardando.

Conocerás al hombre de tus sueños

No es que quiera ser yo adalid del absentismo escolar, pero no negaré que algunas mañanas a la fresca me aportaron grandes conocimientos. O experiencias. Una de ellas fue en la cafetería de enfrente, tras ganar un órdago al mus y saberme el rey, dueño y señor del universo. El caso es que una amiga, Cristina, estaba explicando que ella siempre se había sentido muy bruja. Y que sus predicciones con las cartas solían acertar en casi todo. Algo que le daba miedo. Un servidor, tan valiente como incrédulo, le retó a augurar mi fortuna. Ella echó los naipes, bailó las manos y empezó a recitar los minutos que me restaban. Y, hasta la fecha, la muy hija de la señora Rottermayer acertó en todo. Todo.

Woody Allen debe ser un tipo complejo, repleto de fantasmas. De esos que nunca sabes si es ateo o cristiano, católico y apostólico. ‘Conocerás al hombre de tus sueños’ es, de cabo a rabo, marca de la casa. En ella, Helena -Gemma Jonnes, secundaria clásica que es el alma de la película- sufre el abandono de su marido -Anthony Hopkins -cuánto tiempo sin ver algo decente suyo-, lo que le empuja a consultar a una pitonisa que le aclarará todo lo que le va a suceder a ella y a sus seres más cercanos en esta vida. Y también en la otra.

Allen sigue ofreciendo un espectáculo más cercano al teatro que al cine moderno. Los actores lo son todo, la razón de ser de la película. Y, una vez más, están espectaculares. Los ya mencionados junto a Naomi Watts -bella en su madurez-, Josh Brolin -el goonie inesperado, brillante-, Antonio Banderas -sensacional- y Freida Pinto -a la que confesé mi amor desde que la vi en ‘Slumdog Millionaire’- protagonizan un embrollo de amores y desamores cruzados con el que Allen sirve su tesis: “A veces, creer en una ilusión es más poderoso que creer en la ciencia”.

‘Conocerás al hombre de tus sueños’ es una oda al caos. Al desorden que, irónicamente, todo lo ordena. Un canto a las pasiones irracionales que nos empujan a engañar o abandonar al auténtico amor de nuestra vida. Y una carta para todos aquellos que un día seremos viejos: “las cualidades permanecen, las hermosuras perecen” (Cervantes).

No hay duda de que Allen está detrás de la cámara porque se repiten ciertos elementos identificativos: el saxofón perenne, la música clásica, las letras de presentación, los diálogos geniales, los personajes construidos sobre ruinas, la filosofía encarnada en cada gesto, el miedo a la muerte, al tiempo, a la pesadez…

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