Medianoche en París

París es eterna y su lluvia fría, ése fue mi pensamiento mientras paseaba por los Campos Elíseos, insultando a un suelo tan carismático con unas vulgares zapatillas azules que calaban en todos los charcos del precioso corazón de Europa, un corazón tan rojo como la sangre que bombea por todos sus rincones susurrando historias a quien quiere escucharlas, historias veraces y puras, porque si son veraces, veraces como los puños de Hemingway clavando su pupila en una ciudad extraña pero también hermana, son importantes, tanto como cualquier otro tema u otra melodía, una al piano, clavando un ritmo que gotea con aliteraciones de Cole Polter que insinúan que nos enamoremos, que hagamos como el resto de los seres vivos que viven de verdad, veraces, y que hagamos el amor tan apasionados que descubramos que hasta entonces nunca estuvimos vivos porque nunca nos sentimos capaces de vencer a la muerte y sobrevivir al olvido, como una poesía de Elliot que reverbera en el pincel de un Dalí que perfila el último rinoceronte que cabalga por la imaginación de Buñuel, un tipo que veía colores en blanco y negro y que, como el resto de almas que una vez pulularon a la sombra del Arco del Triunfo murió de lo suyo, del tiempo, ahogado por los granos de arena, porque nadie se escapa del desierto, ni siquiera el escritor que teclea el instante en el que subió una colina y sacó el fusil y miró a su compañero para descubrir que le habían dado y pensó “qué puta es la guerra” y perdió la mirada en las nubes -con formas de rinoceronte- para no mirar a la sangre del enemigo, al otro lado de la trinchera, cuando su bala, siempre certera y bien afinada, diera de lleno entre ceja y ceja, las mismas cejas que un día enarcaría al descubrir, frente al mar, que su reflejo en las ondas verdes era el de un viejo de verdad, unas ondas que despiertan la imaginación y te invitan a pensar, aún sentado en la butaca de un cine -en otra ciudad, en otro momento-, perdido en la ondulaciones de la nariz de Owen Wilson, que las historias se hacen grandes cuando las voces que las cuentan, sean o no Woody Allen, tienen luz propia y brillan como la Eiffel, porque París, al fin, es eterna en el tiempo, eterna como el arte que la impulsa, eterna como un párrafo sin aliento que no acepta un punto de separación.

Y eso es lo que tengo que decir de ‘Medianoche en París’.