Hoy se estrena Robin Hood. Otra vez. No sé cuántas versiones habrán vivido en el cine, pero, para mí, esta es la segunda. Y no, no aceptamos Gladiador como Robin Hood. La versión clásica de Disney me pilló demasiado niño para verla en gran pantalla. Lo que no quitó que me leyera el libro con dibujos de la película tropecientas veces. En ambas direcciones. Tampoco gasté mis pesetas en ver la parodia de Mel Brooks, que seguía la estela de ‘La loca historia de las galaxias’ sin llegar, ni de cerca, a la absoluta obra maestra de los Spaceballs.
Mi cerebro, cada vez que escucha Robin Hood, dibuja a Kevin Costner acompañado de un Morgan Freeman primerizo, una bella Elisabeth Mastrantonio, un siempre invisible Christian Slater y un fabuloso Alan Rickman (que si lo comparamos con su imagen más actual, en ‘Love Actually’, por ejemplo, es difícil ver el parecido con el malvado Sheriff de Nottingham). Un collage de imágenes magistralmente aderezado con una epiquísima banda sonora de Michael Kamen y una ñoña, aunque efectiva, canción de Brian Adams.
‘El Príncipe de los ladrones’ (1991) fue la exitosa antesala del inmenso batacazo de su protagonista y su director, Kevin Reynolds. En 1995 estrenaron ‘Waterworld’, un auténtico despropósito con un presupuesto astronómico y unas pérdidas incontables. En cualquier caso, su Robin Hood es una de esas cintas imposibles de olvidar ni evitar, ya que los programadores de televisión la tienen siempre muy presente.
Pese al enorme aroma a Gladiador que rezuma por los cuatro costados, la versión de Ridley Scott me da buenas vibraciones. No sé por qué. A priori lo tiene todo en contra por su atrevido perfil de ‘película para reventar taquillas a base de parecidos razonables con Máximo Décimo Meridio’. Por otro lado, ¿qué habría de malo en unir el goce de ver Robin Hood y Gladiador en un mismo film? Si consigue divertirme, pese a la reminiscencia, me habrán hecho feliz.
De Errol Flynn hablamos otro día.