La juventud, el tesoro más divino, también es la fuente de nuestros pecados más estúpidos. Y de los mejores. Es ese talento inconsciente que nos empuja a la aventura; el don del que nunca renegamos y del que siempre nos desprendemos. La excusa para saberse el centro del universo, el protagonista del cambio, el líder de la revolución que el mundo esperaba.
Me apasiona el monólogo de Joaquin Phoenix en ‘Gladiador’: “No tengo ni uno sólo de los valores que mi padre admiraba. Pero soy ambicioso. Y la ambición bien entendida puede hacerte llegar muy lejos”. Así somos los jóvenes: tan arrogantes como el mismísimo Han Solo. No dudamos de nuestra capacidad para surcar el horizonte con el que ayer era impensable soñar. Con superar los logros que ya son memoria.
Conforme la juventud se marchita, el adulto se cobija en la experiencia. En un pedestal más alto, más rumiado, desde el que los errores del primerizo saben a anécdotas y cicatrices. El aprendiz inteligente optará por escuchar los consejos del maestro para no repetir sus mismos errores y encontrar los propios.
Sin embargo, tengo la sensación de que por primera vez en la historia, los jóvenes ‘del ahora’ jugamos un papel en el que la experiencia no cuenta tanto. La combinación de dos épocas, la analógica y la digital, nos ha convertido en anfibios preparados para leer el periódico y crear un blog. Hemos interiorizado dos mundos que nos permiten interactuar con el tiempo. Estamos tan preparados que damos miedo. Miren a la pantalla y tiemblen, los jóvenes hemos venido para quedarnos, para ser escuchados, para triunfar… Y, si la boca les sabe a anécdota, ya saben: déjennos errar, nos toca. Tan arrogantes como el mismísimo Han Solo.
Hoy empieza el Festival de Jóvenes Realizadores de Granada. Mucho que contar.