Una pareja está frente a la taquilla del cine, averiguándoselas de cartel en cartel para decidir qué película ver en la próxima sesión. Él pasea su mirada por los títulos. Ella le mira a Él. Cuando Él la mira a Ella, Ella mira a la cartelera, como si huyera de una confrontación de miradas. Sea como sea, no hacen más que mirar. Ni una palabra.
Al poco, Él le dice a Ella: “…Buried”. Ella, como si leyera entre líneas un subtexto que los espectadores no podemos comprender -aún-, le responde a Él: “No creo que sea la mejor opción hoy”. Él, que es incapaz de esconder un evidente desplome de espíritu -brazos pesados, hombros caídos, ojos sublevados, cejas en escapatoria, mariposas muertas en el estómago-, añade la coletilla con una mueca que intenta ser sonrisa: “No pasa nada, ¿qué más da?”.
Él y Ella son jóvenes. Deben rondar los 35 años. Los dos llevan un anillo de compromiso. Están casados. Visten zapatillas coloridas y jerseys a rayas. Parecen Epi y Blas. Me caen simpáticos. No soy el único que sigue la película. El taquillero está tan pendiente de su diálogo como yo. La pausa termina.
“No es buena idea -sigue Ella-, mejor unas risas, ¿no?” Él no parece que tenga ganas ni de reír ni de llorar. Por eso no dice nada. Sólo mira a ninguna parte. Ella no aguanta más:
-Venga hombre, anímate. Ya saldrá algo.
-Son muchos años.
-Sólo es un trabajo.
-¿Sólo?
-Encontrarás otro, no te hundas. Y será mejor.
-Bueno… ¿qué vemos entonces?
-…¿Héroes?