No recuerdo el año exacto en el que María Luisa dejó de venir a trabajar a casa, aunque por alguna extraña circunstancia soy incapaz de olvidar lo mucho que odié a su sustituta, Sonia: una rubia cuya imagen se asemeja a la tradicional mujer de conciencia liberal del este, pero más fea -y que no sabía hacer unas patatas fritas dignas-. María Luisa nos llevaba al colegio, realizaba las tareas propias del hogar y nos rescataba de las monjas y sus diabólicos trajes-babero (algún día hablaré de aquella traumática experiencia). Era nuestra Mary Poppins 2 particular –la número uno es mamá-.
El caso, es que hay dos escenas que tengo grabadas a fuego que marcaron el resto de mi existencia, en las que ella tuvo mucho que ver. La primera sucedió en la cocina. Era la hora de comer y había garbanzos. Odio los garbanzos. Los odio. A muerte. Y ella quería convencerme para que me los comiese. La mesa de la cocina estaba abierta –es de estas que tienen alas, no para volar mamelucos-, y el resto de los comensales los conformaban mis hermanos y dos primos. Claro está, a esas edades los niños no pueden almorzar sin madres y tías vigilando, así que la habitación se había convertido en todo un teatro. María Luisa usó todas sus artes: cucharas convertidas en divertidos aviones que flotaban el cielo y buscaban apresuradamente aterrizar en mis exquisitas papilas gustativas, amenazas con llamar al médico (siempre me han dado pánico, y ella solía llamar a mi tío y me decía que era “el doctor”… sí, esto también tengo que contároslo algún día), con dejarme sin postre, con no dejarme jugar, “no te levantarás de la mesa hasta que los pruebes por lo menos…”
No fui capaz de probarlos. Y eso provocó la primera imagen que se mantuvo absolutamente nítida en mi memoria de ella en casa: tenía que ser un gran actor y vivir del cuento. Así que, con suma elegancia, empujé el plato hacia el centro de la mesa. Aparté la servilleta de mi cuello con una delicadeza tan sólo comparable al cura que limpia el cáliz antes de la comunión. Retiré la silla el espacio suficiente como para poder colocarme a su izquierda, firme, impertérrito. Miré a los ojos del público y, con la soberbia de Gary Cooper, me arrodillé en el suelo extendí los brazos y supliqué a Dios: “¡Por favor no me hagáis comer esto, no puedo, es imposible, por lo que más queráis dejadme vivir en paz!” Ni mi madre ni María Luisa ni nadie nunca más volvió a ofrecerme contra voluntad una sola cucharada de ese asqueroso y vomitivo potingue.
En realidad esa historia no tiene nada que ver con cómo conseguí mis superpoderes. Os decía antes que ella nos llevaba al colegio por la mañana, pero antes también nos acicalaba y nos ponía guapos. Y allí estaba yo, subido al taburete del cuarto de baño para que mi cara llegase a la altura del espejo, dejando a María Luisa luchar contra mis rizos. Todo para atrás, le decía. “Mejor te hago la ralla, ¿no?”. Jamás, la ralla no me gusta. “Entonces todo para atrás”. Pero siempre, cuando terminaba de peinarme, entrelazaba su dedo anular con el rizo del flequillo y le daba vueltas hasta que conseguía hacerlo caer por delante: “Ya está, como Superman”. Era genial.
Y así conseguí mis superpoderes.