Mi pasión por Peter Weir no es ningún secreto. Y, sinceramente, espero que ‘Camino a la libertad’ sea el regreso de uno de los directores que más alma derrochan en sus películas. Su facilidad para conectar con mi yo más íntimo y personal, el espiritual, es incuestionable.
Basta un “Oh capitán, mi capitán” para subirme a la mesa y sentirme un poeta muerto. Para vibrar con un verso al golpear a la pelota y para incorporarme al escenario de la vida y asegurar que seré fiel al principio más elemental del ser humano: la vida (“¿Lo oís? Es un susurro: caaarpeeee dieeeem”, ‘El Club de los Poetas Muertos’)
Basta un “bueno días y, por si no nos vemos luego, buenos días, buenas tardes y buenas noches” para arrancar un diálogo con una figura divina, Cristo, con el rostro de Ed Harris, pero con el contenido de la fe en algo que va más allá. Un encuentro con una frontera, un horizonte tras rayos, truenos y tormentas, en el que una puerta justifica cualquier otra penuria. Un mensaje al hilo del “déjalo todo y sígueme”. Donde ‘todo’ es la comodidad, la rutina, la angustia de un éxito contratado. Y ‘sígueme’ es el amor por el amor: una chica, una isla, un sueño quizás irrealizable pero más motivamente que todos los sueldos del mundo (“Escúchame Truman… Ahí fuera no hay más verdad que la que hay en el mundo que he creado para ti”, ‘El Show de Truman’).
Basta el sonido del violín de Bocherini para surcar una aventura a caballo entre la razón y la voluntad. La ciencia de un doctor y la sensatez de un hombre de mar, forjado bajo la fidelidad a un reino y la lealtad a un amigo. La dicotomía eterna entre el éxito de la empresa y el triunfo vital. El deseo siempre latente de arriesgar el propio aliento por el mero -e irónico- hecho de constatar que has vivido (Master and Commander).