Milagros. Nos pasamos las horas esperando un instante místico que nos abra los ojos y nos empuje a vivir la vida con un carpe diem en la boca. Una señal que nos rete a ser un aventurero que quiera exprimir cada instante como si fuera el último: abordar nuevos barcos, conquistar corazones, gritar sin motivo. Necesitamos una excusa mística para mandar a freír espárragos al jefe, cambiar de trabajo y hacer lo que siempre quisimos hacer. Pero, el milagro, no llega. O no lo vemos.
Clint Eastwood quiere hablar de magia. De fe. Y para eso se adentra en un campo en el que la sabiduría y la ignorancia significan lo mismo: la muerte. O lo que hay después de la muerte. Yo una vez viví un milagro. O eso me gusta creer. En el verano de 2007 tenía que hacer un reportaje de los niños saharauis que vienen a pasar unos meses en España. Lo recuerdo perfectamente (incluso la primera frase con la que empecé aquel artículo: “Hay días en que la sonrisa de un niño estremece tanto como conmueve”). Los chavales estaban emocionados porque iban a poder comer caliente, ducharse, beber agua y jugar. “Y porque no tendrán que jugársela a la muerte todos los días”, me dijo un monitor.
Estuve con ellos un par de horas. Me contaron sus intereses y sus miedos. Había padres adoptivos que lo estaban pasando muy mal porque, al cumplir cierta edad, ya no podían volver a España y ése sería el último año que charlarían cara a cara. El caso es que sus sonrisas melladas me hicieron clamar justicia al cielo. En el camino de vuelta a casa maldije a Dios. A todos. Maldije a un mundo cobarde que permitía que toda esa mierda siguiera cultivándose al otro lado de la esquina. Nos odié por ser tan miserables. Y me pregunté “¿dónde coño están los milagros?”
Unos pasos más adelante me crucé con un coche asqueroso repleto de polvo. En las ventanillas había dibujos y siluetas de manos mal apoyadas. Y, entre tanta suciedad, tres palabras. Un chiste clásico del que sólo quedaba la primera parte, una frase estúpida e insignificante que descolocó todo mi universo de odios y maldiciones: “Dios hace milagros…” (el chiste sigue “pero no va a limpiar tu coche, guarro”). Después, un voluntario de una ong en la calle me propuso apadrinar a un niño. Así fue como conocí a Nasir. Así fue como decidí creer en los milagros y en los mensajes que sobrepasan a la vida.