Para los que tenemos la fortuna de viajar en medios de transporte públicos es difícil no desarrollar una inusitada ambición por escuchar la conversación ajena. Qué quieren que les diga, es como comparar la comida que han puesto en los platos de los otros en una boda o como cuando te dicen “no mires que te va a dar asco”: hay que hacerlo. Pues eso. Dos señoras de falda, moño y corsé vienen todo el trayecto con una amena conversación. La primera, digamos que Pepi, intenta explicarle a la segunda, pongamos que Juana, que su hijo es capaz de conseguir todo lo que se proponga. Y sólo con un ordenador:
-El otro día le dije que me si sabía dónde estaba la calle Lorite y en un minuto me enseño el camino. Tal cuál.
-Ojú, niña, yo eso de los ordenadores no lo comparto.
-¿Que no compartes qué?
-Que puedas hacerlo todo con una máquina, Pepi, ¡que al final nos fecundan con robots! -verídico-
-No exageres. Mi niño, además, tiene un amigo que le da todas las novelas que quiera, las de la tele. Y ahí está, todo el día viendo películas y cosas.
-Porno -insisto, verídico-.
-¿Qué?
-Como todos los jóvenes, ¡que es lo único que hacen con los ordenadores! Ya te digo, ¡robots!
El tema de los robots las silenció por unos minutos. No sé si meditaron sobre la teoría de Asimov sobre si los robots sueñan con ovejas mecánicas o si, simplemente, se daban un poco de drama. Por la ventanilla, junto a la estación de autobuses, un inmigrante hace por vender una película de su top manta. Pepi, aprovechando la coyuntura, prosigue:
-Pues si quieres una película se la puedes pedir al niño, que dice que está todo.
-¿Dónde?
-¡En Internet, Paqui, que no te enteras!
-Ah. Seguro que no está todo.
-Que sí.
-Que no, mujer, que no.
-Ojú, qué cansina y qué antigua.
-La tonta del bote.
-¿Qué?
-Que me traiga La tonta del bote, de Lina Morgan.