Lo que me apasiona de Thor es que es el único superhéroe para el que ser un astro entre los hombres es una humillación. Mientras que Superman se ríe de toda la humanidad tras la vulgar apariencia de Clark Kent (Bill dixit), todo el universo mira entre carcajadas al mismísimo hijo de Odín, desterrado a una tierra poblada por seres inferiores. Thor no es un héroe, es un Dios.
Marvel creó Thor para competir con las novelas y cómics de fantasía que arrasaban los quioscos en 1960. La mitología de la capa y la espada, a priori tan alejada de las temáticas nucleares, futuristas y tecnológicas de las que hacían gala Spiderman, Los Cuatro Fantásticos, Hulk o Iron Man, no enganchaban con este público. La idea era simple: llevar la mitología al universo Marvel. Y viceversa. ¿Cómo conseguir que el auténtico Dios del Trueno luche contra las inmundicias de La Tierra?
Su primera aparición fue en la revista ‘A journey into Mistery’, en la que el doctor Blake encontraba, a lo largo de 13 páginas, el místico martillo Mjölnir que otorgaba grandes poderes a su portador. Durante 40 años fueron muchos los que se encontraron con el arma: el obrero de la construcción Sigurd Jarlson, el arquitecto Erick Kevin Masterson y el paramédico Jake Olson.
En la última década los guionistas de Marvel han ido incorporando una serie de pecados que ‘humanizaban’ a los héroes -sobre todo después del 11-S-. La saga ‘Ultimate’ convirtió a Iron Man en un alcohólico y al Hombre Hormiga en un maltratador, por ejemplo. A Thor le otorgaron el orgullo del que se sabe superior, la prepotencia del que no valora la vida ajena; olvidando la historia del hombre que gana superpoderes. Él es un Dios.