Nada más terminar la película, ‘The Company Men’, me fue imposible no recordar una de las más terribles charlas que tuve con mi amigo Enrique. El tipo estaba visiblemente desanimado; después de varios años trabajando entre directivos, un recorte de personal se cruzó de bruces en sus aspiraciones laborales. Jodiendo, de paso, el resto de su vida. Varios meses más tarde, con una larga lista de currículums entregados, un técnico de la Junta, de esos que se supone que te ayudan a encontrar trabajo, le dijo esto: “Eres hombre, de mediana edad y con un buen cv, y por lo tanto aspiraciones. Olvídate de encontrar trabajo en Granada”.
Vivir a expensas de una casualidad, de una llamada de ese amigo que puede enchufarte o de que alguien muera en la oficina en la que trabajas como becario y caiga la breva, es tremendo. Una sensación que sólo pueden entender los que la han vivido. Los que han sufrido madrugadas en vela y mañanas pasando páginas de la agenda, en blanco.
Te cuestionas. Pones en duda tu formación. Te vuelves a cuestionar. Te planteas hacer un curso, otra carrera u otro módulo. Dudas. Decides aprovechar la oportunidad para retomar el proyecto que siempre quisiste hacer. Pero no, no hay medios. Inestable. Sol a Sol, la vida se convierte en un goteo incesante de ticks tacks que te roban tu lugar en el mundo. Te desubicas. No vale soñar, no puedes creer, no hay que saber. Sólo esperar.
Todo el mundo tiene un consejo, una advertencia y una propuesta que hacerte. Lo ven tan claro que resulta insultante. Ellos no lo están viviendo… Pero un día, la rueda gira. Y descubres que de todo se aprende. Hasta de la nada.
Quizás esa es la conclusión más importante de ‘The Company Men’, que somos mucho más que un trabajo. Que no podemos dejar que nuestra vida dependa de una rutina establecida. Que no somos ‘company men’, somos personas.