La canción parecía retarme una y otra vez: “no te rindas y vete a Nueva York”. La maldita Laura Izibor se había metido en mi cabeza con sus mensajes de rebeldía, de promesas pendientes y sueños que se desvanecían en una rutina incompleta. ¿Se acuerdan de cuando juramos lealtad a una búsqueda eterna, a ser felices por vocación? Yo, a veces, me olvido. Son esos días en los que nada funciona: el trabajo aburre, las calles se apelotonan y el despertador te jode el día.
Hace unos años, por esta época, viajamos a la Gran Manzana a ritmo de Frank Sinatra. Estuve semanas escuchando el ‘New York, New York’ para cantarlo nada más pisar Times Square. Lo curioso es que no fui capaz: me quedé mudo ante su inmensidad. Para los amantes del cine es una ciudad con un estruendoso poder evocador. La sensación constante de “yo ya he estado aquí” eriza la piel y sobrecoge el alma: pasear con Woody Allen, cazar aviones con King Kong, tocar el piano de ‘Big’, dejar que Robert De Niro te lleve en taxi, besar a la chica en Central Park… Creía, estúpido de mí, que al volver a casa saldría en los títulos de crédito de alguna superproducción de Hollywood. Pero no fue así.
Tras varios días comiendo hotdogs y pateando la fith avenue, el hechizo había culminado: quería vivir allí, en la cuna del periodismo. Y, con esas ensoñaciones revoloteando, llegamos a Harlem. Un pequeño grupo decidimos entrar a una misa típica, con su coro de gospel y todo. Nos recibieron con los brazos abiertos y, como se pueden imaginar, éramos tan llamativos como una mancha de vino. En mitad de la celebración, el sacerdote se refirió a nosotros mientras tres enormes mujeres entonaban una suave melodía: “Señor, pidamos por los que viajan. Por que siempre porten en su corazón la gente que les quiere y que les espera a la vuelta. Por que seamos conscientes que cada mañana empieza el viaje y que no hay distancias si no caminos”. Acto seguido, un enorme ¡aleluya! brotó de la sala.
Cuando tengo un mal día y purgo el espíritu con el ‘Shine’ de Laura Izibor recuerdo aquellas palabras. Recuerdo lo del juramento, lo de la vocación, y me digo que aquí mando yo. Que yo soy el capitán de mi barco y que mi viaje será lo que yo quiera que sea. Que hay que brillar. Que hay que ser valiente. Y que, por qué no, cada uno tenemos nuestra propia Nueva York esperando.
Busca tu desafío. Y vete. Y vette a ser feliz.