El ser humano es extraordinariamente complejo. Cada poro de nuestra piel está formado por minúsculas células que funcionan como pequeños universos que ruedan su propia fortuna. Caminamos por la tierra como nómadas del tiempo, dejando que viento y marea choquen sus caprichos y conformen lo que quisimos llamar destino. A cada paso, echamos la vista atrás para sentirnos sabios. Poderosos. Mejores ante lo que fueron las fotos en blanco y negro. Ignorantes de la tremenda y acaparadora primera verdad: seguimos siendo una especie joven.
Las raíces del conocimiento erizan el vello del que sabe escuchar el arte. La música, el más perfecto de los dones, silba entre las hojas, aletea sobre el azul, navega bajo la cascada. Partituras matemáticas, perfectas, que acompasan los escaques de un tablero que vio ir y venir a millones de figuras inolvidables. El conocimiento transforma al peón y le confiere bases para comprender el mecanismo que arranca el motor humano. Extasiados por su belleza, lo copiamos y lo aplicamos al mundo que nos rodea presumiendo de una patente que lleva miles de años colgada de las ramas de un árbol.
Y cuanto más sabemos del rojo de la sangre, del verde de la tierra y del amarillo del cielo, usamos sus colores para pintar un dedo que señala al infinito y busca el hogar de Dios. Y miramos al techo de la capilla para dejarnos interpelar por el espíritu. Por el alma. Y oramos conscientes de que hay tanto infinito fuera como dentro del cuerpo. Y sonreímos sin explicación. Y corremos. Y saltamos. Y volamos mientras dormimos. Y escribimos poesías que no tienen sentido. O aún no lo tienen.
Pero todo: toda complejidad, toda ciencia y toda fe, música y matemática, alfa y omega, el cosmos y el latido, se tornan simples al mirar a los ojos del otro. Al coger su mano y acariciar su pelo. Descubrir que el infinito vive en el tiempo que dos labios tardan en tocarse, en el espacio que ocupa un susurro y en la herencia eterna de saberse padre, hijo y hermano.