Tengo un problema. Cada vez que se acerca un debate electoral mi mente, degenerada después de una adolescencia de seriales televisivos a caballo entre ‘Salvados por la Campana’ y ‘Cosas de Casa’, se imagina el diálogo que habrán tenido los candidatos antes de enfrentarse al atril. Mariano, por ejemplo, le diría a su jefa de campaña: “¿Qué hago si me pongo nervioso?” Y ella, cómplice y maestra, le enseñaría el truco con el que consiguió ganar el Encuentro Nacional del Debate de la madre Patria: “Mariano, imaginate a todos en pelotas. A cámaras, periodistas y público. Mariano, ¡a toda España desnuda!”
Alfredo, tal vez, pidiera consejo para superar los sudores que le recorren la piel y el leve tartamudeo que le entra cuando se pone nervioso. Y, claro, su jefa de prensa, que también ganó el Encuentro Nacional del Debate de la madre patria, le diría con cariño: “Alfredo, visualiza a todos con las gónadas al aire. A fotógrafos, iluminadores y parroquias de bar. Alfredo, ¡a toda España desnuda!”
Siempre he creído que política y carisma deberían ir de la mano. Quiero decir que puede haber mentes brillantes que despunten en economía, justicia, relaciones internacionales y demás segmentos públicos. Pero a un líder, además, se le pide un plus. La persona que se suba al atril debe guardar una serie de cualidades extra como presencia, capacidad de arrastre, credibilidad… Talentos que acompañan a la confianza.
Mientras escribo estas líneas no sé cómo habrá acabado el dichoso debate. Supongo que con dos ganadores, como es usual. Pero sí sé que el interés que generan los dos principales candidatos es mucho menor de lo esperable. Por suerte, después de una adolescencia frente al televisor, llegó una juventud de cine. Y ahora me viene a la cabeza la épica dialéctica de ‘El Discurso del Rey’, el poder de saber decir las palabras, de saber comunicar, de saber expresar, de saber importar.
No veo líderes sobre el atril. No sé ustedes. Yo Me siento desnudo.