Creo que he reutilizado este párrafo en las últimas tres jornadas electorales. Hoy, sigue vigente: En mi primer año como estudiante de Periodismo había elecciones. Yo, como casi todos los recién salidos de un instituto -para qué lo vamos a negar-, era un inconsciente. Ni entendía de ideas ni las tenía. De hecho, creía que demostraba ser un héroe romántico y un rebelde carismático presumiendo de que no iba a votar. “Bah, eso no va conmigo”, decía. Dio la casualidad de que uno de nuestros profesores de relaciones institucionales era también político. Al escuchar uno de nuestros diálogos de indiferencia pidió la palabra. Y, justo cuando todos esperábamos un aburrido y partidista monólogo electoral, retó nuestro pasotismo con una inspiradora pregunta: “¿Sabéis cuánta gente ha muerto, cuánto se ha sufrido, para que vosotros podáis votar?”
No sé si los candidatos han conseguido importar, pero sí sé que se ha hablado de ellos hasta en la sopa. Estaba en un bar, tomando unas cañas, antes de entrar al cine, cuando una turba de jóvenes imberbes se sentó en la mesa de al lado. Hablaban de todo un poco y, como era de esperar, terminó saliendo “lo de votar”. El sentimiento, en general, era de un descontento patente -“todo está hecho mierda”- y de una impotencia rabiosa -“tampoco harán nada por mejorar”-. Y la conclusión a esa ingente marea de sensaciones encontradas en un mundo para el que son pequeños aprendices fue absolutamente consensuada: “para esto, no voto”.
Al final, como en todo, la clave está en la educación. Me pregunto si estamos transmitiendo, desde que son unos renacuajos, lo que significa votar. No me refiero a simpatizar con un partido u otro, con unos ideales. Me refiero al mismísimo hecho de ir a la urna. Sé que lo maravilloso del asunto es que hemos ganado la libertad suprema de elegir votar o no votar. Eso va con la democracia. Pero habría que hacer mucho hincapié, muchísimo, en lo que los padres de nuestros padres y antes los padres de sus padres lucharon para que, un domingo de noviembre, usted y yo salgamos a la calle sin que nadie nos mire de reojo, nos juzgue, nos reprenda, nos obligue, nos coarte, nos aterrorice, nos humille.
A mi modo de ver, la mejor manera de mostrar la indignación de la que habla Stephane Hessel -al final es la idea que ha guiado los últimos meses en España y en el mundo- es votando. Y, por seguir su particular estilo de interpelar, me permiten las admiraciones y el uso del enfático:
¡¡Votad malditos!!