Aprendí que, con el tiempo, la palabra amigo puede transformarse en hermano. Y que el mero cariño de un niño puede llegar a ser el amor de una vida. Que jugar en la calle, hacer el salvaje, puede ser la vía más razonable para convertirse en un adulto consciente del mundo que nos rodea, capaz de afrontar los retos con una sonrisa similar a la que vestíamos cuando no veían nuestro escondite secreto y corríamos a gritar ¡por mí y por todos nuestros compañeros!
Aprendí que el que camino de vuelta al hogar pasa, inevitablemente, por salir de casa, explorar lo que hay más allá del horizonte que otean nuestros ojos, aspirar a conquistar montañas y ríos que sólo se dibujaban en nuestros sueños.
Aprendí que los malos tiempos llegan sin avisar. Y es entonces cuando la educación adquirida debe tomar las riendas de lo inesperado, cuando las lecciones de padres y profesores deben inspirarnos para hacer lo correcto, lo que se debe hacer, aunque sea difícil. O, incluso, imposible.
Aprendí que soy tan responsable de lo que hago como de lo que no hago. Que mis acciones me definen a mí y a los míos, a los que están y a los que fueron. Que por muy lejos que cometa el error, siempre habrá un abrazo esperando cuando decida redimir y aceptar.
Aprendí que el día que nací formé parte de un ciclo. El ciclo de la vida. Algo enorme. Universal. Y que cada día, desde ese primer día, debía querer a los que me rodean, porque así como todo empieza, también debe acabar… Si yo fuera padre llevaría a mi hijo al cine a ver ‘El Rey León’. Y sabría, con plenitud, que empieza otro ciclo. Que ése es el gran legado.