La dama de hierro

Fraga murió mientras yo veía ‘La dama de hierro’. Una casualidad sin importancia, tal vez. Pero que, en cierta manera, me unió la ficción de la pantalla con la realidad de la historia. Y, mientras leía en twitter los insultos y las alabanzas -repartidos por igual- a la figura del gallego, fui consciente de que, en política, podemos elegir nuestro bando; nuestra ideología. Pero no a los que poblarán, por derecho, los libros de texto.

La película de Phyllida Lloyd (‘¡Mamma Mía!’) es una paseo biográfico por la vida de Margaret Thatcher, Primera Ministra de Reino Unido en la década de los 80. Un intento fallido de ‘feminizar’ la épica dialéctica de ‘El Discurso del Rey’ que, sin embargo, corona a Meryl Streep como dueña de la pantalla, poniendo en duda el axioma de que, en Cine, un actor en solitario es incapaz de soportar todo el peso de la proyección. Ella, Streep, es intérprete, ministra, reina y película.

‘La dama de hierro’ arranca fantástica: Thatcher, la que fuera la mujer más poderosa del Reino Unido -quizás del mundo-, es una anciana más en la cola de una tienda de barrio. Aquellos años de liderazgo pasaron y, ahora, quedan los recuerdos entrelazados con las firmas diarias que hace en la primera página de su biografía. Sin embargo, la expectación de los primeros minutos deja paso a un guion excesivamente complaciente con la figura de la política que no ofrece una empatía suficiente al espectador. El film se convierte en un archivo documental de lo que sucedió aliñado con ciertas perlas brillantes sobre el difícil acceso de la mujer al poder.

¿Puede Meryl Streep justificar el visionado de ‘La dama de hierro’? Sí. El resto, el envoltorio, es la parafernalia necesaria para ver a Margaret Thatcher protagonizar una película. Ella, más que su personaje, encarna el objetivo final de la película: la mujer.