Los Descendientes (I)

No recuerdo si fueron unos Mai-Tais hawaianos o unas cervezas Alhambra. Puede que ninguna de las dos. O ambas. Pero allí estábamos, borrachos de sueños, hablando de las promesas que aguardaban a la vuelta de septiembre. Éramos dos jovenzuelos que saboreaban las futuras mieles del éxito, poco antes de ingresar en la Universidad, contemplando las olas del mar. Si alguna vez tuvieron una charla como esta, sabrán a lo que me refiero; ese gusanillo que se revuelve en el estómago al pronunciar cada palabra: las mujeres que amaríamos, los lugares que conquistaríamos, las ideas que alumbraríamos. El tiempo que sería leyenda.

Los dos, inspirados por las musas de la ambición, coincidimos en cuál sería, a partir de entonces, nuestra gran preocupación: “dejar huella”.

-Yo quiero mirar atrás y saber que he construido algo que merecía la pena. Un algo, no sé qué, que al verlo sienta que no fui uno más. Dejar huella.

El bueno de Carlos iba para arquitecto. Y lo consiguió. Ha pasado mucho tiempo desde aquellas palabras, pero más de una vez me he sorprendido rememorando aquella tarde, buscando en días grises la motivación que arranque las nubes del cielo y solee la tierra que espera mi pisotón.

‘Los Descendientes’ (Alexander Payne, ‘Entre Copas’) es una humilde e inspiradora historia de la vida que pasa en la tierra que pisamos. De principios y finales. Un compendio de emociones narradas con una cercanía extraordinaria y encarnadas por un tipo (George Clooney) que se debate entre el trabajo, la riqueza, la buena y la mala suerte, el amor, la herencia, la tierra y sus hijas. Y es, también, uno de esos ‘clics’ que devuelven, por un instante, a esa playa en la que juramos dejar huella. Sólo que, ahora, con la vista puesta en el mundo, la huella puede que no fuera lo que esperábamos. Puede que sea algo más grande y hermoso que aún está por llegar: los portadores de nuestro recuerdo, la descendencia.