Hay un momento mínimo que define las dos horas de introspección de Clint Eastwood. Leonardo DiCaprio -la película- le explica a un vendedor de trajes que él jamás firmaría un cheque como John E. Hoover porque él es J. Edgar Hoover. Cuatro letras de diferencia que lo cambian todo, una declaración de intenciones por parte del director: vamos a hablar de lo que somos, del camino que hemos elegido y de las fortalezas y debilidades que marcarán nuestro destino.
‘J. Edgar’ es una transgresora biografía del padre del FBI guiada por la sempiterna voz de DiCaprio, actor tocado por la musa del talento que desborda un saber estar, ser y parecer excepcional. Él mismo establece la norma que debe encauzar el visionado de la película: “No se puede interpretar la historia con valores modernos. Aquello era lo que era, otra cosa. No se puede juzgar. Era otra historia”. Así arranca la vida del innovador que convirtió a la ciencia en el mayor aliado de la justicia.
En manos de otro director habría sido sólo el retrato de un héroe clásico, un detective repleto de ingenio, un agresivo agente de la ley, un Batman sin máscara. Pero Eastwood afina el tiro y centra la épica en la fina línea que separa al hombre de la leyenda. Dibuja la doble moral y el sacrificio personal de un hombre llamado a liderar un país, una forma de entender la vida. ¿Puede un héroe ser tan ególatra, tan acomplejado, dependiente y cruel? ¿Puede ser, el héroe de acción americano por excelencia, homosexual?
Eastwood presenta a un personaje complejo que fascina en su extremismo, un innovador que disfruta del poder de la información y que construye a su alrededor un relato atractivo, repleto de ritmo, acción y drama. No estamos ante una película contemplativa, pasiva y pesada. ‘J. Edgar’ es preciosa a la vista -alucinante juego de sombras-, entretenida en la forma y enriquecedora en el fondo. Gracias, Clint.